unque Donald Trump ha mantenido una manifiesta hostilidad en contra de medios de información y periodistas desde que era precandidato presidencial, la persistencia y la profundización de esa actitud adquiere una dimensión distinta, y mucho más alarmante, en su calidad de jefe de Estado. En efecto, desde que se hospeda en la Casa Blanca, el magnate neoyorquino ha ido elevando el tono de sus agresiones contra informadores y sus medios hasta alcanzar un tono de procacidad, vulgaridad y misoginia que avergüenza incluso a sus correligionarios republicanos. El viernes pasado Trump calificó de sicópata
y de loca de bajo coeficiente intelectual
a Joe Scarborough y Mika Brzezinski, conductores en el programa Morning Joe de la MSNBC. A las reacciones críticas de la propia cadena informativa y de la oposición demócrata se sumaron los de legisladores republicanos, como Paul Ryan, líder de la mayoría oficialista en la Cámara de Representantes, y los senadores Ben Basse y Lindsey Graham.
Sin embargo, el presidente estadunidense prosiguió, imperturbable, su ofensiva en contra de los periodistas. Ayer redobló sus agresiones en contra de Scarborough y Brzezinski, loco
y estúpida
que no son mala gente
, pero que, supuestamente, se doblegan a sus jefes de la NBC
. Y por si ello no fuera excesivo, tuiteó un ataque en contra de la conductora televisiva Greta Van Susteren, de la que dijo que había perdido su espacio nocturno en MSNBC, porque se negó a acoplarse al odio a Trump
.
Al margen de la opinión que pueda tenerse sobre los blancos favoritos de Trump en el ámbito doméstico, que son, sin duda, medios e informadores, es claro que la insolencia presidencial resulta inaceptable en cualquier entorno pretendidamente democrático y que, en consecuencia, los tuitazos del magnate tienen como efecto inevitable una reducción de su ya precario índice de respaldo entre la ciudadanía. Con semejantes desfiguros el republicano podrá complacer y solazar a los sectores más atrasados y cavernarios que votaron por él y, que aún, le son fieles, pero pierde el piso en el gran consenso de las formas políticas y cívicas del país.
Es posible que Trump apueste por una extensión automática a los medios informativos del desprestigio de la clase política tradicional, e incluso podría no faltarle cierta razón en ese cálculo, toda vez que, a pesar de los alegatos clásicos de imparcialidad
, objetividad
e independencia
–, canales, estaciones y medios impresos estadunidenses ostentan una marcada tendencia a alinearse con el discurso del poder político y económico. Así ocurrió, por ejemplo, cuando el gobierno de George W. Bush, interesado en el saqueo neocolonialista de Irak, inventó que el régimen de Saddam Hussein representaba una amenaza inminente para el territorio de la superpotencia y fabricó la versión de que el depuesto gobierno bagdadí poseía armas de destrucción masiva. Así ha sido también en las campañas de desinformación y distorsión de la opinión pública en contra de diversos gobiernos sudamericanos. Sin embargo, en el país vecino los medios aún poseen una credibilidad mayor que los integrantes de la clase política y, en última instancia, ahora Trump se encuentra plenamente convertido en uno de ellos. De ser el caso se trataría, pues, de una muy torpe apuesta.
Al margen de lo que tenga en mente, el mandatario republicano tiene mucho que perder con sus arranques vitriólicos, no sólo porque se exhibe día tras día como un individuo intolerante y autoritario, lo que es de suyo bastante malo, sino también porque queda exhibido como un patán.