Domingo 9 de julio de 2017, p. a16
El escritor argentino César Aira es uno de los narradores más relevantes de las letras iberoamericanas, con varios reconocimientos, como el premio Roger Caillois para autores latinoamericanos 2014 o el galardón Manuel Rojas que le otorgó el gobierno de Chile en 2016. De Aira, Ediciones Era publica por primera vez su novela Entre indios, una sutil meditación que no entorpece el relato
. Con autorización de la editorial, ofrecemos a los lectores de La Jornada un adelanto esa obra
La Cabeza de Pillán (el diablo) asomaba lentamente de la tierra, como un gran zapallo, apartando piedras y pasto con un rumor de derrumbe. Iniciaba de ese modo su aparición en la cena de los indios, y su maldad gozaba anticipando el terror que produciría entre esos primitivos supersticiosos, la desbandada, los gritos, las escenas vergonzosas del sálvese quien pueda
, pisoteando a las mujeres y los niños. Había elegido la hora más oscura de la noche, y, para lograr el efecto infalible de su presencia, el estadio de la velada en que las mentes ya estaban lo bastante ofuscadas por el alcohol como para entrar en pánico sin más, aunque no tanto como para no dar crédito a una horrenda visión sobrenatural. Echar a perder una velada no constituía una gran hazaña, no se necesitaba ser el rey de los infiernos para hacerlo; pero para él no existían iniquidades chicas, y era de los que no dejan pasar ocasión de practicar. Algo que saliera del suelo, lento y horrible, con sugerencias de parto y sismo, sería infalible. Pero había descuidado un dato: la gran extensión de terreno en que se ubicaban los comensales. No había tomado en cuenta ese detalle, seguramente porque estaba demasiado acostumbrado a la contigüidad, que además de ser su arma más contundente era su hábitat; vivía en lugares muy comprimidos, como la punta del cono que terminaba en el centro de la Tierra o el corazón de los hombres. Los indios estaban dispersos en grupos sobre la gran explanada entre los toldos, y el punto de emergencia del diablo ni siquiera estaba cerca de ningún grupo; al no haber previsto un acompañamiento sonoro que lo anunciara, no había motivo alguno para percibirlo. Sobre todo por otra circunstancia no menos adversa a su propósito: no se veía nada. Los pocos fuegos que todavía no se habían apagado languidecían sin que nadie se ocupara de alimentarlos. Una medialuna pálida en el cielo no iluminaba más que las estrellas que valsaban a su alrededor. La cabezota del diablo atraía apenas la luz suficiente para hacer brillar los ojos desparejos, de loco, apenas sobre el nivel del suelo todavía y ya lanzando miradas bizcas en direcciones contrarias, como si buscara presas. Un ojo era redondo como una moneda, el otro estaba de perfil y sombreado por pestañas de pinchos. Al tiempo que emergía, le brotaba de la calva una pelambre rojiza. Ya empezaban a aparecer, a los costados, las orejas, muy separadas, como aletas...
Pero su ascensión quedó detenida en ese punto porque una banda de niños que correteaba jugando a las persecuciones en la oscuridad pasó por el lugar. Se le subieron encima y saltaron con frenesí, contentísimos, sin verle la mitad de cara que había asomado. Y si la hubieran visto habría sido peor porque en su inocencia la habrían tomado a risa, le habrían tirado de las orejas y metido los deditos en los ojos, perfectamente ajenos a la majestad del Malo. La comba les encantaba como variación orográfica de la tediosa horizontal del suelo pampeano. Tanto les gustó que se peleaban por subir, desalojando a empujones a los que lo habían hecho antes. Cabían tres o cuatro sobre esa elevación oportuna y divertida. Como cada uno de los que conseguían lugar sabía que la ansiedad de los otros lo expulsaría pronto, aprovechaba ese instante para saltar y patalear todo lo que podía. La cabeza no sólo dejó de subir sino que volvió a enterrarse unos centímetros. Si había algo que al diablo no le gustaba era perder terreno; sus ojos torcidos chispeaban torciéndose más que antes, y la cara se le coloreaba de un violáceo de furia. Para colmo de escarnio, los niños habían descubierto que frotando las plantas de los pies embarrados en el pelo naciente sentían unas deliciosas cosquillas.
Pronto se cansaron del juego y siguieron sus carreras. Era un hecho verificado que cuando los adultos se emborrachaban los niños, sin beber, se ponían como locos. Era una especie de contagio al que estaban genéticamente predispuestos. En esta ocasión no les faltaba motivo. Sus padres estaban bebiendo desde la caída de la tarde, y un curioso incidente los había obligado a seguir bebiendo en ayunas durante horas, lo que potenció el efecto del alcohol. Bebían porque podían permitírselo, y porque de noche les daba lo mismo estar sobrios que ebrios. A las atropelladas agresivas del comienzo les seguían los pasos tambaleantes, vaso en mano, las sonrisas erráticas, una benevolencia generalizada que era la máxima expansión de la conciencia que se permitían. Estaban habituados a las oscilaciones entre velocidades, de la precipitación a la lentitud geológica, como que eran el pueblo de la piedra.
A las lentas y postergadas oscuridades de la llanura les ha-bían seguido las horas profundas de la medianoche. La Luna era un recorte delgadísimo en el cenit del firmamento. Seca, blanca, perdida entre las estrellas, que no se quedaban quietas. Mal encendidos y peor mantenidos, los cinco o seis fuegos que seguían ardiendo en los vagos espacios entre un toldo y otro soltaban un humo espeso, negro como el aire. Colgajos no comidos de los costillares elevaban olores de grasa quemada, como incienso. Los indios no tenían ninguna necesidad de ver. En caso de urgencia habrían encontrado a tientas el camino a la mañana siguiente. El paso a la lentitud provocaba una especie de cortesía, que entre los indios era sueño o pesadilla. En la puerta de su toldo, que hacía de punto de referencia del espacio abierto a espaldas de las surgentes, estaba el cacique, rodeado de sus coroneles, inmóviles como estatuas, con la garrafa a mano, los huesos esparcidos a sus pies. Algunas voces cruzaban la tiniebla, un ronquido, el llamado de la lechuza, los murmullos de las mujeres y los chillidos lejanos de los niños. Los perros, en silencio, merodeaban buscando restos.
Pillán, humillado y ofendido, había renunciado a la emergencia desde las profundidades de la Tierra. Volvió a hundirse, desapareció, pero sólo para volver a la carga. No dejó que el resentimiento del fracaso lo cegara, aunque la furia era un estado en el que recaía regularmente. Se propuso planificar fríamente una aparición verdaderamente horrenda, sin margen para la chacota, y adecuada al escenario en el que debía actuar. En el primer intento había caído en la improvisación; ya le había pasado antes; confiando en sus poderes de transformación, que no tenían límites, se apuraba a lanzarse a la acción sin tener en cuenta los elementos que podían neutralizar sus maniobras. En efecto, las formas, esos espectros sin cuerpo que atravesaban la materia, dependían de mil imponderables; eran oportunistas, efímeras, había que ponerlas en el lugar justo en el momento justo. Era un trabajo de relojería. En su soberbia, el diablo no siempre se avenía a trabajar de artesano de sus epifanías. Prefería rasgar el velo del mundo con un impulso sin cálculo, exponer su potencia desnuda, adueñarse de un golpe del presente que le debía servidumbre y aprisionar a los hombres en el círculo opresivo de ese presente, el de su manifestación que congelaba la vida.
Pero los repetidos fracasos, como el que acababa de sufrir, lo estaban volviendo más prudente. Desde el ojo de una araña examinó la situación. Por lo pronto, los indios todavía gozaban de una aceptable lucidez, no tanta como para resolver problemas matemáticos pero sí para discernir entre lo mundano y lo que no era. Más aún, le pareció que era el momento ideal, mejor que el elegido por él para el intento anterior, cuando todavía estaban disputándose mollejas y lomitos. Ahora había llegado el estadio de la languidez, previo a las contracciones de la digestión que podían distraer. Si se les aparecía de golpe, de la nada, una figura que no reconocieran pero pudieran identificar con las fuerzas apocalípticas de la Destrucción, el bienestar posprandial se volvería terror: estaba maduro para hacerlo. No podía asegurarlo, pero sospechaba que el grado de alcoholización alcanzado a esa hora también era el ideal para su propósito. Justo antes del embotamiento, y aún con restos de la excitación inicial, la borrachera tenía ese lapso de resignada clarividencia, en que el hombre se convencía de una vez por todas de que el mundo era el mundo y nada más. Ningún terreno más propicio para las visiones sobrenaturales.
Pillán no perdía de vista su objetivo, que era el de producir un efecto. Toda su larga vida, si es que podía hablarse de vida en su caso, tan larga como la del universo, había estado dedicada a generar el mal, que era un efecto. La bebida de alta graduación que habían estado bebiendo los indios también producía un efecto, sobre el mismo órgano que se proponía afectar él: el cerebro. De modo que debía crear un efecto sobre otro, cuidando que no se anularan.