ada va a cambiar luego de la reunión del G20 en Hamburgo, la cual acabó recientemente. Tampoco había expectativa alguna de que eso ocurriera.
Los políticos de ese grupo, bastante similares a los que no entran en el club, excepto tal vez por los intereses directos que sus verdaderos protagonistas representan a escala global, aparecen, una vez más, desenfocados.
Ni los asuntos del cambio climático, el comercio y las inversiones, la guerra en Siria o la disputa de los misiles balístico con Corea del Norte se alteraron en el muy promovido encuentro. Es más, el movimiento variopinto de protesta que llenó calles de Hamburgo recibió una atención notoria, no se sabe si por los motivos de sus reclamos o por lo insulso de la propia reunión de líderes políticos.
Donald Trump acaparó la atención, pero no por la calidad de su figura política, de la visión del papel de su país o lo relevante de sus propuestas. Lo hizo, más bien, por su chocante personalidad, su forma de comportamiento y la reiteración de las posturas con respecto a los asuntos internacionales, que ha mantenido desde la campaña electoral y luego en el breve periodo que lleva su gobierno.
Trump sostuvo su rechazo al acuerdo sobre el cambio climático de París, también su posición proteccionista, sus desacuerdos con China, la insistencia de que México pagará la construcción del muro y su encanto con Vladimir Putin.
Así que entre la nueva dirección del gobierno estadunidense, los tópicos de los jefes de Estado europeos, los enigmas chinos y el lugar marginal de los emergentes no cabe esperar prácticamente nada en materia de acuerdos generales que vayan a cumplirse.
El clima seguirá cambiando y calentándose, las economías mantendrán sus ritmos apocados de crecimiento y los eternos debates de la política monetaria y la austeridad fiscal; Corea del Norte podría desatar un nuevo conflicto bélico y Putin seguirá haciendo lo que quiere con un guión bastante efectivo y que le está dando buenos rendimientos políticos.
En la calle los manifestantes expresaron su protesta y obligaron a las autoridades a aplicar una activa red de control policiaco. Una pancarta, entre las que portaban, me pareció especialmente ingeniosa, ya que pone en perspectiva la enorme distancia que hay entre los gobiernos y la gente: Si el clima fuera un banco, seguramente ya lo habrían rescatado
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Otro caso que podría ser una curiosidad, si no es porque parece tan absurdo, es que se destaque la buena relación que mostraron Trump y Putin en su reunión hamburguesa. Pero es que esto sucede en medio de una investigación política acerca del involucramiento del gobierno ruso en la campaña electoral. Este es un asunto que el presidente estadunidense niega, por supuesto, pero que no hace nada por aclarar decisivamente.
La reunión del G20 puso de manifiesto la medianía política que existe hoy prácticamente en todas partes. Las consecuencias de ésta afectan la capacidad de gobierno de estos políticos a escala nacional y regional. Pero más que eso afecta su misma supervivencia en ese negocio.
La perspectiva que emana de esta reunión, de la que se dejará de hablar antes de que los jefes de Estado y los burócratas que participaron regresen sus lugares de origen, contrasta de modo cada vez más ostensible con lo que ocurre en otro de los ámbitos cruciales de la sociedad contemporánea, me refiero a la ciencia.
Es, tal vez, un giro forzado en el contexto en que lo señalo aquí, pero por ahora remito la discusión a un planteamiento que me parece no sólo sugerente, sino urgente.
Tomo como referencia las consideraciones del historiador Y. N. Harari (Homo Deus) con respecto al desarrollo científico que ya está en curso. Dice que la clave está en el poder de la biotecnología y de los algoritmos computacionales; poderes de una naturaleza y contundencia totalmente distinta a los que marcaron las diversas etapas de la revolución industrial.
Señaló apenas unas ideas acerca del progreso
al que apunta. Los principales productos del siglo XXI serán cuerpos, cerebros y mentes, y la brecha entre aquellos que sepan cómo crearlos y los que no, será cada vez más grande. Incluso más amplia que la brecha que surgió entre el neandertal y el sapiens.
La trayectoria de esta evolución cognitiva puede parecer extrema, pero Harari no se arredra: En el siglo XXI, aquellos que conduzcan el tren del progreso adquirirán habilidades divinas de creación y destrucción, mientras que aquellos que se queden atrás confrontarán la extinción
. De modo provocador pero no irrelevante, dice que si Marx reviviera probablemente urgiría a sus discípulos a dedicar menos tiempo al estudio de El Capital y más al del Internet y el génoma humano. El argumento afirma que la ciencia no trata de la cuestión de los valores y, por lo tanto, no puede determinar si las consideraciones de la libertad son superiores a los de la igualdad, tampoco si el valor del individuo es mayor que el de la colectividad. Afirma que además de los juicios éticos de carácter abstracto esto tiene que ver con las afirmaciones de carácter factual que sostienen a las doctrinas políticas. Son, precisamente, esas afirmaciones factuales las que no se sostienen científicamente.
En algún momento una reunión del G20, si es que este subsiste, tendrá que lidiar con las consecuencias del conocimiento científico. Para entonces, la capacidad ya muy disminuida de los políticos como ahora los conocemos será ya totalmente inútil.