l secretario de Hacienda, José Antonio Meade, lo ha dicho: el entorno de lo que resta del presente año y de los primeros meses de 2018 serán muy difíciles para la economía. Según él, la caída de los precios y de las ventas del petróleo tendrá un impacto negativo sobre las cuentas del gobierno, y anuncia que el gasto público sufrirá nuevos recortes.
Y así se la ha pasado este gobierno que sin detenerse a pensar en los efectos sociales de esa política de restricción del gasto público, no cree que sea necesario buscar alternativas. Se contenta con hacer lo que han hecho el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el Partido Acción Nacional (PAN) los últimos 30 años: recortar el gasto.
Por ahí se va la calidad de la educación, de los servicios de salud, el presupuesto de ciudades sin banquetas ni iluminación, la seguridad que el Estado está obligado a garantizarnos. Esos recortes que Meade repite en automático derivan del mantra de que el gasto público es una maldición; pero se traducen en escuelas y hospitales que carecen de lo esencial; en la disminución de desayunos escolares, de becas para estudiantes que aspiraban a obtener una licenciatura o un posgrado, en la reducción de plazas en el sistema universitario, en la investigación y en la docencia.
Sin embargo, un funcionario del nivel de José Antonio Meade, que está a salvo de los recortes, puede mostrar indiferencia a sus consecuencias sociales y anunciarlos con toda naturalidad, como quien anuncia que en el verano el sol se pone a las ocho de la noche. El gobierno quiere que pensemos que así como nadie puede cambiar la trayectoria del sol, tampoco se puede cambiar la política económica, sin importar cuántos se quedan sin educación, servicios de salud o empleo. Para los funcionarios de Enrique Peña Nieto la política económica no plantea opciones, es un acto de fe. Creen en ella por encima de la evidencia; mantienen la vista fija en la página de ejercicios del manual con el que preparaban un posgrado que fue para muchos de ellos la escalera por la que subieron adonde están.
Podemos reprocharle muchas cosas a este gobierno; entre otras que no busque alternativas a una política económica que ha probado su ineficacia, porque con toda la austeridad y la disciplina que nos han caracterizado, la tasa de crecimiento ha sido menos que mediocre, y hoy hay más pobres en México que cuando José López Portillo era presidente.
López Portillo no era un populista, ni sus políticas lo fueron en sentido estricto, hasta que espantado ante la crisis financiera de 1981, perdió la vertical y empezó a comportarse de manera errática. Las decisiones que tomó en los últimos meses de su gobierno nos han resultado costosísimas y hoy todavía pagamos las consecuencias de la expropiación bancaria. Tampoco se ha borrado la huella del traumático final de su gobierno. Muchos funcionarios vinculados al PRI, y el presidente de ese partido han explotado ese trauma, y lo asocian con el populismo y con la actual experiencia venezolana. Sin embargo, esta identificación no es más que una burda manipulación. López Portillo incurrió en un gasto público excesivo y desordenado no porque fuera un político populista, que no lo era, sino porque perdió el control sobre su gobierno y sobre el gasto en el que incurrieron miembros de su gabinete y directores de empresas públicas.
Los funcionarios del gobierno actual quieren convencernos de que el gasto público trae de manera inevitable consecuencias como las que produjo la expropiación de la banca en 1982. Sin embargo, el origen de esa debacle no fue una política populista, sino la crisis financiera del gobierno provocada por la abundancia de recursos y no por la escasez de divisas. No obstante, el gobierno de Peña Nieto se refiere a esa específica situación crítica como si fuera una opción, que no lo fue ni lo es. En cambio una política de gasto ordenado que atienda las necesidades de la mayoría de la población, financiada con mayores ingresos fiscales, sigue siendo una alternativa razonable.