Visiones del taller
e ha costado mucho trabajo ser el tallerista que soy. No siempre bueno, no siempre atinado, pero constante, arriesgado, tesonero; si se quiere, entre comillas, sacrificado. Y en ocasiones –lo siento– acertadísimo. No se crea que me gusta decir esto, mas si no lo dijera sentiría que estoy traicionando al propio taller, a algunas o a todas las personas con las que he trabajado. Citaré otras opiniones.
Carmen Villoro, defeña-tapatía: Tallerista de cuerpo entero, Ricardo Yáñez ha hecho, durante muchos años, poesía viva. Escritores, bailarines, cantantes, músicos, dramaturgos y poetas hemos asistido a sus talleres para aprender a escribir y hemos descubierto una claridad que trasciende a la palabra. Es una lástima que hasta la fecha no se tenga un registro de esta poesía efímera que constituye una buena parte de la obra de Ricardo Yáñez.
Armando Alanís, coahuilense: Recuerdo la primera sesión en la Casa de la Cultura: el primer ejercicio se encaminaba a soltar amarras, romper diques y disponernos a crear sin miedos ni barreras (que nada más estaban en nuestra cabeza). Formamos parejas. A mí me tocó el propio Ricardo. Se trataba de situarnos uno delante del otro y mirarnos a los ojos en silencio durante unos minutos, dejando en libertad la imaginación. Yo veía a Ricardo, sus ojos acuosos, y como sabía que era de Guadalajara se me ocurrió pensar que mi amigo y coordinador del taller era miembro de un mariachi, y que sobre su panza sostenía la panza de madera de un enorme guitarrón. Pude ver su traje negro con botonadura de plata, y hasta el sombrerote de pana, ladeado sobre su cabeza. Me eché a reír. Ricardo también se carcajeaba: al mirarme a los ojos, quién sabe qué estaba imaginando. Me convirtió, seguro, en la cucaracha de Kafka, o en Rocinante, que no en don Quijote.
Miguel González Lomelí, nayarita: Pequeño gran templo portátil que Ricardo monta en cualquier espacio para que el rito de la poesía se consume. Tal vez concluir en textos sea lo anecdótico, lo temporal y circunstancial; y a quién no le gustaría plasmar lo vivido en textos que, por fuerza deberían resultar al menos excelentes, pero, de lo sentido a lo escrito hay un abismo. Así que la vivencia se transforma en bandada de pájaros que aletean en el ámbito intrapersonal, no como vuelo errático y doloroso sino como permanente, descubriendo siempre nuevos verdores, frondas.