ue Mijail Bajtin (1895-1975) el que notó que el carnaval medieval no era simplemente un espacio de catarsis o transposición, sino una auténtica experiencia de sublimación. Todos los deseos agazapados de ver subvertidos o invertidos los roles estancos y las rígidas jerarquías de la vida cotidiana, podían quedar expuestos en el teatro de su escenificación. Si cada ley, escrita o no escrita, esconde el llamado de su transgresión, el carnaval recreaba el espectáculo de su subversión. El amo aparecía como el esclavo, el rey (finalmente destronado) como el súbdito indeseado, el sabio como el idiota, lo masculino como una puerta de lo femenino, l0 macho como el cornudo, la tragedia como la comedia y la monja como una voluptuosidad de deseo contenido. La heteroglosia, la ambigüedad, la polifonía, el intercambio de roles hacían ver no a lo grotesco de la normalidad, sino a la normalidad con la que se vive lo grotesco.
Zizek ha sugerido recientemente –por comentarios propios del formalista ruso– que cuando Bajtín escribió su libro hacia fines de los años treinta, tenía en mente más que a los carnavales medievales, otro carnaval que transcurría frente a sus ojos: los juicios con los que Stalin condenó a los revolucionarios del 17 que todavía quedaban vivos. En un espectáculo sin precedentes, transmitido incluso por radio –el gran medio de difusión en la época–, súbitamente, mujeres hombres que habían sido vindicados y casi glorificados como los fundadores del nuevo régimen, aparecían después de largas torturas sicológicas y mea culpas –como agentes extranjeros, aliados de la Iglesia ortodoxa– acusación que se le hizo al propio Bajtin o saboteadores de la nación. Una heteroglosia del terror que se prolongó durante tres años.
Vista desde la perspectiva del siglo XX, la fruición de lo carnavalesco como dislocación de lo político, ha tenido mucho mayores alcances que la escena en la que Stalin se deshizo de sus opositores.
La lista es larga. Berlusconi, que ingresó al poder como el espíritu de la reanimación italiana, acabó siendo el bufón de una de las tragedias no reveladas del siglo XX: la destrucción sistemática de la sociedad política más sutil del siglo XX, la italiana. Sarkozy y Hollande en Francia no se quedaron atrás. Su saldo es probablemente el grado más penoso que alcanzado el mundo público francés desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Tener que elegir entre un tecnócrata y una fascista como opciones para definir a una nueva Francia
, habla abundantemente del espíritu carnavalesco de los Estados neoliberales. Rajoy en España ha sido, en las últimas semanas, su figura central. Escuchar a la solemnidad posfranquista –Rajoy está acusado de fraude y corrupción–decir frente al Tribunal Superior que nunca se ocupó de la contabilidad
que respaldaba sus decisiones, es reafirmar la hipótesis del soberano esquizo. Simplemente perdió el mínimo gramaje de realidad o es un delirio. Ni hablar de Peña Nieto, Videgaray y el actual gabinete mexicano.
No es difícil explicar el carácter esquizo del poder actual; lo difícil es entender la constancia de su reproducibilidad. Tal vez el secreto se encuentra en sus más públicos efectos: puesto en el centro del Estado, la escena carnavalesca desemboca en el cometido de erradicar cualquier fe o confianza en la cosa pública, de destituir toda posibilidad de atribuir al Estado alguna responsabilidad que no se más que la de mostrar que se ha vuelto un instrumento cínico de la maquinaria de los poderes fácticos.
¿Dónde acaba el carnaval?
En muy pocas figuras. Angela Merkel es una de ellas, sin duda, pero sólo porque nunca deja de recordar que la función esencial del Estado no es la modernización, ni la lógica de la economía, sino la protección de las condiciones mínimas de vida de la ciudadanía.
Otro caso, aunque a la inversa es Brasil. El carnaval no está en Río, sino en Brasilia, donde Temer permanece. Hoy sabemos cuáles fueron las razones del golpe mediático, y ahora jurídico-político, orquestado en contra de Dilma Rouseff y Lula. Dilma fue depuesta no por lo que hizo, sino por lo que no hizo o se negó a realizar. El nuevo y apócrifo presidente Temer, que continúa inverosímilmente en el cargo, ascendió para poner en marcha un radical plan de austeridad. Plan que nunca logró pasar por el Congreso.
Es decir, para hacer reingresar a Brasil en la lista de los grandes deudores de la banca (como México, por ejemplo). El segundo paso fue la condena a prisión de Lula, que significa la persecución incluso de las más mínimas reformas a la agenda de los ajustes y la privatización. Un dilema, por supuesto. Lula en la cárcel significaría un preso político de las dimensiones de la reforma social que Brasil requiere hoy urgentemente.