a designación del candidato presidencial del PRI siempre ha sido un misterio. Es posible que la selección de Peña Nieto haya sido la menos oscura. Fue la más evidente porque el dinero no se esconde y si algo fue visible en 2011-2012 fue el río de recursos que corrió desde los gobiernos estatales para apoyar su candidatura. Ahora que el PRI es nuevamente partido en el gobierno ha regresado con toda naturalidad el principio de que la decisión última en relación a esa candidatura corresponde al señor presidente. Parecería que los priístas de hoy al igual que los de ayer, buscan su norte ahí donde está el señor presidente; antes el problema era que no siempre estaba en el mismo lugar.
En realidad en el pasado no había más regla que la que atribuía al Presidente en turno la facultad de designar al candidato. El procedimiento que lo llevaba a la decisión no estaba de ninguna manera estipulado, así que cada uno lo hizo como Dios le dio a entender. Admitiendo que muy poco sabemos de cómo ocurría todo aquello, una hipótesis es tan buena como la otra. Les presento la mía. Parece indiscutible que el Presidente –cualquiera de ellos– tomó la decisión crucial a la luz de su propia evaluación del contexto inmediato, no miraba a la historia, ni siquiera al futuro. Es probable que haya habido algunos que se inclinaran por un precandidato a partir de sus muy personales motivos; sin embargo, no hay que descartar que incluso quien así lo haya hecho también haya considerado el entorno, el equilibrio de fuerzas dominantes. Por ejemplo, Vicente Lombardo Toledano sostiene que Lázaro Cárdenas se inclinó por Ávila Camacho previa consulta con los generales más relevantes de la época; Manuel Ávila Camacho discutió la sucesión con Lázaro Cárdenas, quien recibió de buen talante la propuesta de Miguel Alemán. En cambio, la designación de Adolfo Ruiz Cortines parece haber sido producto de una negociación conducida por Ávila Camacho, entre Cárdenas, quien habría renunciado a apoyar a Henríquez Guzmán, y Alemán, que estuvo dispuesto a sacrificar a Fernando Casas Alemán. Adolfo Ruiz Cortines, tan virtuoso él, no negoció ni consultó con nadie –en nadie confiaba– cuando escogió a Adolfo López Mateos, y éste dejó que su secretario particular y el de Gobernación decidieran por él. Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría siguieron los pasos de Ruiz Cortines, es decir, con nadie consultaron ni negociaron. José López Portillo negoció con su gabinete, al igual que lo hizo Miguel de la Madrid, pero en su caso, el costo de la determinación de mantener el poder de decisión en la materia fue la escisión del partido. Carlos Salinas negoció dos veces con su partido quién debía ser el candidato presidencial. Ernesto Zedillo dejó que los dados rodaran en una elección abierta, pero éstos estaban cargados. Y ahora todo sugiere que Peña Nieto tendrá que negociar con el PRI.
Más allá de anécdotas personales y detalles, el punto central de la hipótesis es que en el pasado la sucesión era un asunto de negociación o de consulta, o una decisión unilateral que el Presidente guardaba in petto hasta que la transmitía al líder del sector al que pertenecía el elegido. Como esta última opción ha quedado descartada por los cambios que ha experimentado el sistema político, uno de cuyos efectos más notables ha sido acotar el poder del presidente en ese terreno, la especulación gira en torno a si el presidente Peña Nieto, que ya dijo el presidente del PRI que tendrá un papel importante en el proceso, consultará o negociará, y con quién.
A diferencia del pasado cuando el origen de la decisión de la candidatura era hasta cierto punto irrelevante, ahora es vital y puede determinar el desenlace de la campaña electoral. Un presidente que consulta es más fuerte que el que negocia; ahora bien, si es débil, pero insiste en sólo consultar puede estar comprometiendo el triunfo de su partido. En cambio, la negociación puede reportarle más seguridades y, sobre todo, el compromiso de que el candidato tendrá apoyo, aunque el elegido no sea su favorito.
Ahora bien, ¿negociar con quién? Dado que mal que bien el candidato tiene que competir con los contendientes de otros partidos, y dada la prominencia de estas organizaciones en la vida política del país, y el hecho de que los gobiernos mexicanos son hoy gobiernos de partido, Enrique Peña Nieto tendrá que negociar con el PRI, y ambos, jefe del Ejecutivo y partido, tendrán que escoger un candidato que les guste a ellos y al electorado. La verdad es que el universo de selección es hoy amplio y diverso: legisladores federales y locales, la aristocracia tecnócrata y el pueblo militante, gobernadores –aunque no muchos y a elegir con precaución. Mal harían en cerrar opciones y restringir la decisión a los miembros del gabinete.