a reactivación del crecimiento se mantiene más como ilusión que como palabra cumplida. Los cambios en las proyecciones para este año, recientemente anunciadas por las principales consultoras privadas, indican una mejoría pero, de cara a lo poco logrado en esta materia en los últimos 10 años, o frente a las necesidades de la población en materia de bienes básicos, como la salud o la educación, sus alcances son ridículos.
Las tasas registradas en lo que va del año mejoran las primeras previsiones pero, incluso si la dinámica económica registrada se mantiene, no superan 3 por ciento anual. Tampoco ofrecen la posibilidad de un salto que pudiera encaminar la producción hacia la trayectoria perdida hace ya muchos lustros.
Aquello de crecer a 5 por ciento, prometido por el actual gobierno, pasó al expediente de las ilusiones perdidas, aunque se busque edulcorar el hecho con los coloridos titulares sobre cambios espectaculares en el empleo, noticias creídas por quienes quieren ignorar el peso de la informalidad, la precariedad laboral o la pobreza salarial.
La economía política no puede alejarse de estas realidades que, como tatuaje, han marcado las últimas tres décadas. La pobreza y la desigualdad que (mal)califican la democracia y el gobierno, no pueden disociarse de la cantidad y la calidad de la ocupación, porque de ellas depende el primer nivel de satisfacción de la mayoría: sin empleo y salarios no hay comida ni techo, mucho menos esparcimiento o movilidad moderna.
Hace tiempo ya que el país dejó de ser rural; la mexicana es una sociedad cada vez más urbana, conformada por trabajadores dependientes del salario. Por ello es que el del ingreso es un tema eminentemente político además de sensible, cuyas repercusiones determinan, y en mucho, lo que pase en otros flancos de la vida personal y colectiva. Por esto, desconcierta y sorprende el descuido que los partidos y el gobierno han tenido de la cuestión laboral.
Aparte de ser testigo mudo de una creciente desprotección proletaria, al renunciar a su misión tutelar consagrada en la Constitución, el Estado olvidó sus obligaciones de regulador laboral y de los ingresos del trabajo, al permitir la caída libre del salario mínimo y la (re)implantación de mercados totalmente desregulados no sólo en los ámbitos de la pequeña empresa atrasada, sino incluso en los territorios modernizados asociados al cambio estructural globalizador y el Tratado de Libre Comercio de América del Norte.
Hoy, paradójica e irónicamente, el imperio de este capitalismo salvaje prohijado o permitido por el Estado, le sirve nada menos que al empresario-presidente Trump para presentarse como el gran salvador del proletariado de América del Norte; su alegato: salarios crecientes para los mexicanos y una reindustrialización estadunidense.
Discurso oportunista que, sin embargo, no le resta atractivo para aquellos trabajadores blancos y pobres que la anterior desindustrialización dejó a la deriva, sin la ayuda de gobiernos demócratas y republicanos que los ignoraron.
Por ello es que ahora esas víctimas del cambio globalizador estadunidense, que arrancara desde los años setenta, conforman la base más sólida y militante del desaforado habitante de la Casa Blanca. Son los batallones del nuevo mercantilismo y bien podrían constituir las falanges de una tiranía posmoderna, si es que el cruzado mayor no es obligado antes a dejar el estandarte por causas de fuerza mayor. Y si bien el peso de este electorado y su influencia social son limitados, Trump jugará con ellos, como fuerza de maniobra contra sus propias trasnacionales y desde luego contra México y los mexicanos, presentados por él y sus huestes como los principales vectores de la erosión de América.
Pero este juego
no es privativo del gobierno estadunidense; por varios años en nuestro país se ha permitido la operación de un régimen laboral que reproduce ampliadamente la pésima distribución del ingreso en las franjas atrasadas o poco tecnificadas de la estructura industrial mexicana. Por su parte, los sindicatos ficticios y sus nefastos contratos de protección han regido el destino del proletariado surgido de la apertura externa y la nueva industrialización, y han propiciado unas impresentables pautas salariales; en su momento, prólogo de las bondades
de la gran transformación mexicana.
Los salarios, en realidad, son una vergüenza para los gobiernos locales y federal, para los partidos políticos que dieron cuerpo a la transición democrática y para los sindicatos auténticos que han soslayado esta situación que, por si faltara, ha creado un hostil entorno para cualquier proyecto de renovación y reivindicación del movimiento obrero mexicano. Un botón de muestra; de acuerdo con el documento de la Cepal, La inversión extranjera directa en América Latina y el Caribe 2017, el salario promedio de un trabajador mexicano de la industria automotriz oscila alrededor de cinco dólares, en comparación con un estadunidense que recibe 30 dólares la hora ( Reforma, 11/08/17, p. 2, sección Negocios).
Si vamos a renegociar con dignidad el tratado, la cuestión laboral es central. Debería ser una de nuestras principales divisas en favor de una modernización que abriera las puertas a un desarrollo genuino y robusto de América del Norte, condición de una verdadera perspectiva de prosperidad y seguridad regional para todos.
Una iniciativa en este campo, crucial para la vida y las relaciones sociales de nuestros países, dotaría de una clara legitimidad y solvencia social al esfuerzo negociador y pedagógico mexicano.