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Jaime va a la guerra
C

orría 1993, como el libro homónimo de Saramago, terminándose. Eran Navidades y con el humor a la altura de las circunstancias, cuando no gruñía ladraba. Por no morder a nadie salí a la calle, compré los periódicos (en ese tiempo era común cargarse de diarios, no teníamos Internet con el desayuno), caminé al centro de Coyoacán y con mi medio kilo de papel ocupé una mesa en El Guarache, entonces único comedero sobre el jardín de los coyotes que hoy se ha convertido en un anillo de restoranes y bares especializados y caros. El modesto Guarache permanece, no así La Siberia de los helados ni El Parnaso de los libros. Tiempos idos.

Empezaba a sustraerme de mi yo y de mi circunstancia, huraño, ermitaño y tacaño, cuando se plantó a mi lado Jaime Avilés. No lo vi venir. Recuerdo con toda precisión que me dije: chin. Jaló una silla y se sentó, inquieto y sin sosiego. Éramos cuates. Resignado, apechugué. ¿Se acuerdan de Taz, el Monstruo de Tasmania de las caricaturas, que llegaba como torbellino y se materializaba enseguida con todo su apetito? Algo parecido pasaba con Jaime. Por eso le iba la postura del torero, ondulando en la espiral de su propio torbellino.

En este pinche país no pasa nada, empezó diciendo. Y yo de esas veces que no sabes qué replicar que no sea ajá. Justo eso era parte de mi desazón prenavideña, suma de los domingos del año, el aguinaldo del blues. Vámonos a Sarajevo. Allá sí pasan cosas, continuó. ¿Hablaba en serio? Con él uno no siempre sabía, pero había que considerar la posibilidad de que sí. La guerra balcánica seguía tupida, horrible.

“Tú irías de enviado de La Jornada, yo de El Financiero. Eso estaría bueno”. No pos sí. Compartíamos cierto pasado en las guerras de Centroamérica, él más. Sonaba tentador visitar la catástrofe del comunismo a cuatro años de la caída del muro de Berlín. Pero no me la creí, la verdad.

¿Vas a pasar el año nuevo en Tulum otra vez?, añadió, pues el año nuevo del 92 al 93 habíamos coincidido en una fiesta ilimitada en una playa de Tulum. Éramos casi los únicos mexicanos y la música era reggae. No, qué va. No creo ir más allá de Tequesquitengo, respondí. Tantán, nos despedimos y ahí quedó la cosa.

Unos 10 días después nos volvimos a encontrar inopinadamente a las puertas de la selva Lacandona, en Ocosingo, ciudad que estaba siendo ocupada a sangre y fuego por el Ejército federal, el cual colocó francotiradores en las azoteas. Por la calles y en el mercado municipal yacían jóvenes indígenas uniformados de verde y café, o negro, con paliacates rojos, muertos. Jaime había sido el único reportero no local presente en la batalla más sangrienta del levantamiento del EZLN después del primero de enero de 1994. Acampaba en Tulum cuando se enteró de la noticia y se lanzó a Chiapas en su carrito. Ni siquiera quitó la tienda, pensando que iba y venía. A diferencia de los demás periodistas llegó por Palenque y no por Tuxtla y San Cristóbal. Procedente del Caribe, entró al territorio insurrecto por el norte sin nadie que se lo impidiera, y al día siguiente ya estaba en el campo de batalla. En un hotel del lugar, al menos.

Otros, como Pedro Valtierra y un servidor, nos vimos varados en Rancho Nuevo, adelantito de San Cristóbal de las Casas. El Ejército federal, recuperándose de la sorpresa, cerró la carretera a Ocosingo. Enviados y fotógrafos se jalaban los pelos, blandían credenciales, se daban importancia. Sin saber de veras, imaginé que habría un camino rural por Tenejapa y les propuse investigarlo al reportero y la fotógrafa de Ap. Ellos no tenían nada qué perder y yo no tenía transporte. ¡La ruta existía! Fuimos a salir por Oxchuc, donde también se cocían las habas de la insurrección. Al rato llegamos a la plaza de Ocosingo, lúgubre y humeante. Se escuchaban tiros. Y Jaime allí, tan tranquilo con su libreta. Esto ya se acabó, dijo, que es lo peor que un periodista puede decir a otros que vienen llegando. En realidad aquello apenas comenzaba, pero nadie estaba aún para saberlo.

Ahora que lo pienso, hubo veces que ocurría lo contrario, Jaime llegaba tarde, pero como buen entrevistador reconstruía lo acontecido sopeando testigos. Alguien ha dicho que esas eran las crónicas que mejor le salían, las platicadas. Mi opinión es que sí, y que no. Como quiera, en Ocosingo, casi que solo, escribió las primeras narraciones chiapanecas que cimbraron a sus lectores en El Financiero, y pronto en La Jornada.

Del no pasa nada en México a nuestra guerra en el sureste, esos días de enero en Ocosingo ni me acordé de Sarajevo. Yo creo que él tampoco.