a realidad muerde. La urgencia toma nuestros días. Nunca como hoy el tiempo ha sido tan finito. Hemos convertido el futuro, ya, en un parpadeo fugaz. En un mundo como el nuestro, en el que nos jugamos lo absoluto a cada instante en una falsa y permanente encrucijada a un todo o nada, no hay como recordar. El cine es mejor que la vida nos dijo hace ya muchos años Emilio García Riera en unas memorias magistrales y así nos enseñó caminos para abrir al universo nuestro día a día. Hoy que se cumplen 103 años del nacimiento de Julio Cortázar, su ejemplo de vida se encubre, entre muchas, en las páginas del cuento Queremos tanto a Glenda
. Porque en la escritura, dice Wim Wenders, se puede ver lo que hace un instante no era más que pensamiento, la idea queda liberada
.
En los tiempos que corren tomo para mi generación lo dicho por Michelangelo Antonioni: Dependemos del cine porque nos ha dado las posibilidades de manifestar lo que sentíamos y lo que creíamos tener que decir
. Así crecimos. Nuestro acercamiento a las expresiones del arte era mirar películas, esa especie de manifestación de la premura para pasar por encima de las limitaciones de lo inmóvil. Así aprendimos. Nuestra mayor educación sentimental la vivimos en las grandes salas oscuras. Y quizá los últimos sueños frente a la pantalla nacieron deslumbrados con las marcas en las comisuras de los labios cuando sonríe Winona Ryder.
Winona Ryder se acerca a la cincuentena y nos deslumbra al vivir en las cintas cinematográficas desde hace 31 años. Hoy podríamos suscribir el aserto de Ernest Hemingway sobre Marlene Dietrich como si fuera para ella. “Es valiente, bella, fiel, buena, generosa, y uno no se aburre nunca en su compañía… Su sentido de la vida, cómico y trágico a la vez, le evita ser verdaderamente feliz… cuando ama puede ser divertida, pero con un humor macabro”. Y es que Winona colmó, en los años 80 y 90, el mito que la Dietrich construyó alrededor de los años de la Segunda Guerra Mundial.
Su carrera cinematográfica comenzó a la mitad de los 80 con El joven manos de tijera, de Tim Burton, en la que enloqueció a tal punto a Johnny Depp que se salió de la pantalla para enamorarla en la vida; trabajó enseguida en Beetlejuice del mismo Burton y enamorando –una vez más– al gran Jerry Lee Lewis en Grandes bolas de fuego, de Jim McBride; nos regaló después a una adolescente virginal y religiosa que despierta al deseo en medio de Cher y Danny de Vito en Mi mamá es una sirena, de Richard Benjamin. Pero no es sino hasta el Drácula de Francis Ford Coppola donde desarrolla sus capacidades de actriz infinitamente compleja y natural, combinación de ingenuidad y perversión que seduce al legendario conde hasta llevarlo a la locura del amor infinito, eterno.
Su trabajo de hechicera de toda mi generación, sin embargo, alcanza niveles supremos en Noche en la tierra, de Jim Jarmush. En ella nos ofrenda a una joven taxista que recorre Los Ángeles como si cabalgara en la pradera; va armada de linternas, llaves para puertas y neumáticos, grueso directorio telefónico para alcanzar los pedales, cajas de cigarrillos y goma de mascar. Se niega a aceptar un jugoso contrato para trabajar en Hollywood, pues eso le impediría alcanzar su más grande sueño: ser mecánica de autos. Tiene tal natural claridad que nadie la convencerá de lo contrario.
La misma fuerza imprevisible que pasa de la suavidad al viento huracanado la despliega en La edad de la inocencia, de Martin Scorsese, donde ejerce todo el poder invisible de la belleza y de los valores sociales de la burguesía neoyorquina de finales del siglo XIX para retener a su hombre. Un año después, al mediar la década de los 90, Winona Ryder nos ofrece en Reality Bites una reflexión desenfadada sobre las preocupaciones amorosas del cambio de siglo: el amor en triangulo perfecto, el sexo seguro, la potencia del desempleo, los malabarismos para sobrevivir a golpes de tarjeta de crédito, la renuencia a perder la ligereza en las relaciones, la insistencia cotidiana para sortear la dura realidad del nuevo mundo. La infinitud de su mirada lo llena todo.
Winona Ryder se convirtió en paradigma de la época que vivió el paso del siglo XX al siglo XXI. Su actitud, sus valores, sus reacciones, su apariencia, su mirada la convirtieron en icono soñado. Hoy El guardián en el centeno, de JD Salinger, sigue siendo su libro de cabecera; es contradictoria, exige el derecho a cambiar continuamente de opinión y es profundamente hermosa en su aparente fragilidad. Ella encarna la esperanza de otros tiempos, de otros mundos. La melancolía por el recuerdo de venturas idas. La nostalgia del futuro. Sí, Emilio García Riera tiene razón: el cine es mejor que la vida.