a sola mención de la palabra cristeros
provoca miradas de complicidad, sonrisas sardónicas, gestos de preocupación y, a veces, hasta un cierto temor. Lo cierto es que, en general, se trata de un fenómeno que aún es difícil de entender y, por lo mismo, resulta todavía cuesta arriba asimilarlo. La guerra cristera forma parta de una lista, desgraciadamente muy larga, de hechos que todavía no son del todo pasados y alimentan la discrepancia entre mexicanos.
Desde que se definieron, en 1929, los famosos acuerdos
del gobierno con los obispos fueron considerados una verdadera traición de éstos por muchos partidarios del grito de ¡Viva Cristo Rey!
–aunque pocas veces se dijo con todas sus letras– y sobrevino una generalizada necesidad de no hablar del tema, aunque no faltaron algunos pocos que no resistieron el impulso de legar sus opiniones o sus testimonios particulares sobre todo ello. Por cierto que la mayoría lo hizo abiertamente en favor.
En realidad, la dicha traición
generó postración y desilusión general. Resultaba muy difícil de entender y, sobre todo, de aceptar que después de haber alentado con tanto entusiasmo que se tomaran las armas llegando al extremo de cerrar los templos y tratar de hacer creer, sin morderse la lengua, que había sido el gobierno el que lo había dispuesto, un buen día quedaron a la buena de Dios
y a merced de sus enemigos e, incluso, no faltaron sacerdotes que coadyuvaron a tender trampas para aniquilar a grupos de combatientes que habían sobrevivido.
Con el paso de los años el recuerdo de la traición se fue difuminando y con su habilidad característica sectores de la Iglesia católica fueron alimentando el rencor contra el gobierno hasta que, en los casos recientes en que se han convertido ellos en los mandamases, se generalizó un nuevo entusiasmo. Sin embargo, puede decirse que han carecido en general de la capacidad intelectual para desarrollar un conjunto de ideas que permee entre quienes tienen mayor raciocinio, mínima cultura y un poco de sentido común.
Lo cierto es que lo producido en este milenio no va más allá de las estridencias, pero carece de estudio e inteligencia. De hecho, los trabajos recientes, como los de Moisés González Navarro, con la solidez y profesionalismo que caracterizó a dicho historiador, que contribuyen sobremanera a entender dicho proceso, no sirven precisamente para respaldar a los neocristeros
y su añeja ideología.
Vituperado y hasta boicoteado, incluso por uno que otro miembro de su propia familia, ligado a los grupos de miras más angostas, el único texto antiguo sobre el tema ampliamente reconocido dentro y fuera de México por autores de la talla de Hugo Gutiérrez Vega, Octavio Barreda, el catalán José Carner, el italiano Alberto Morayta y el español Max Aub, por ejemplo, es de J. Guadalupe de Anda, oriundo de San Juan de los Lagos, Jalisco.
Son dos partes que se titulan Los cristeros y Los bragados. Por fortuna fueron editadas juntas hace algunos años por Miguel Ángel Porrúa y puestas en todas las librerías con cierto éxito de venta, pues no tardó en sobrevenir una segunda edición. Aunque no es nuevo, hoy se hablará de él en la prestigiosa feria del libro del Instituto Politécnico Nacional.