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Los oficiantes
L

a prosapia que precede a los augures del pensamiento hegemónico se puede trazar con facilidad y precisión. Todos ellos descienden de los primeros grandes oficiantes de las finanzas públicas: Antonio Ortiz Mena y Rodrigo Gómez. Secretario de Hacienda el primero durante muchos años (1958 a 1970) y, el segundo, director del Banco de México de 1952 hasta su muerte (1970). Fueron estos dos norteños los que inauguraron e imprimieron una forma de conducir, con ajustada solemnidad, las funciones de sus importantes cargos. Desde ahí, como si fueran, sumos sacerdotes de un rito laico, dejaron sus amplias huellas entre ciertos hombres (no ha habido mujer alguna aceptada en tan estrecho sanctórum) que los heredan. Los seguidores en esos claustros de vastos dineros siguen actuando dentro de un cerrado círculo sacrosanto. A excepción de Ortiz Mena, que en cierto momento abrigó ambiciones políticas, el resto de sus discípulos se han mantenido ajenos a esas tentaciones. Ninguno ha desertado de tan privilegiadas filas ni tampoco ha titubeado en sus creencias que, por lo demás, las tienen profundamente arraigadas.

Por estos inciertos días de la República circula un video difundido como anticipada despedida del actual director del Banco de México, Agustín Carstens Carstens. Pasan delante de la cámara sus predecesores, algunos consagrados como Miguel Mancera A. o Francisco Gil D. Aunque este último se enganchó al servicio de varias empresas extranjeras y, desde ahí, se mueve aportando conexiones e información de alto nivel. Les siguen otros personajes de variada tesitura, como Pedro Aspe A. que fue actor destacado en la devaluación de 1994 y el error de diciembre o Guillermo Ortiz, quien recientemente se separó de Banorte. Aparece por ahí José Ángel Gurría, el celebre ángel de la dependencia y ahora señor de la OCDE. Todos ellos cortados con patrones similares, señalados, en variados momentos, como prohombres de la historia financiera del país. Hasta el calderonista de talla menor, Ernesto Cordero, se une al coro de elogios para don Agustín, quien, a pesar de los ruegos en contrario hasta del mismo presidente Peña Nieto, nos deja huérfanos para irse al Banco de Pagos Internacionales, considerado Banco de Bancos.

Debajo de ellos o lateralmente, pulula una claque, bastante nutrida, de fieles acólitos. Madrugadores aprendices de los ritos, frases, fórmulas, modelos y desplantes de sus predecesores. La mayoría con doctorados por universidades extranjeras de reconocido prestigio. Ciertos de ellos han destacado lo suficiente como para colocarse en instituciones multilaterales, pero, sin excepción, creyentes y divulgadores de su inquebrantable fe neoliberal.

El mundo de estos oficiantes del poder es el de la tranquilidad, las certezas, los mensajes de certidumbre para la inversión y la buena marcha de los negocios. Su cuidado lenguaje habla de controlar la inflación, el gasto y los niveles manejables de la deuda pública, ingredientes indispensables para el crecimiento económico, afirman. Ahora presumen, además, de anclar las reformas –las recientes y las pasadas– todas apodadas estructurales. Una concordancia perfecta, casi eco del discurso público oficial. En realidad son ellos los que ordenan las líneas básicas de actuación y vigilan, con celosa mirada, que los movimientos y conductas de los políticos se apeguen a sus advertencias y dictados. Los panistas no tienen remilgos en subordinarse a este pensar y decidir, todavía recuerdan a su guía de otros tiempos, el mero fundador del Banco de México. La escasa militancia panista, además, ha quedado muy influida por los intereses empresariales, los eclesiásticosy los de muchos abogados que concurren a sus filas. Son esos, precisamente, ricos filones que integran, en otros niveles superiores, el pensamiento hegemónico. En cuanto a los priístas poco hay que añadir. Su chicloso pragmatismo los lleva a olvidarse de cualquier cosa que los aleje del cuarto decisorio, aunque sea, en realidad, uno adyacente y secundario. Han decidido, por su subordinable espíritu de cuerpo, que el campo a ocupar es uno de abundancia, de privilegios y mando aunque sea temporal y restringido.

Los sumos sacerdotes de las finanzas públicas no han tenido necesidad de formar un partido político para hacerse del poder central de la nación.Sienten que lo tienen por herencia, de manera natural, por su capacidad para absorber y propagar las verdades consagradas del neoliberalismo en boga. Por su gemela semejanza con los banqueros centrales de otros países, con los del FMI o del Banco Mundial y el Europeo. Por mantener contactos externos con las sedes metropolitanas de las finanzas masivas y el rampante mundo de la especulación donde rigen y gozan los magnates mundiales. Sus presencias, distantes ciertamente, parecen agrandarse con los mutuos elogios, los múltiples reconocimientos y la pertenencia a selectos clubes de los llamados responsables.