a huella más asombrosa del hombre primitivo sobre la faz de la tierra no son las osamentas que dejó desperdigadas a su paso. Tampoco sus burdos utensilios de caza, ni sus vasijas de piedra.
En las profundidades de la tierra dejó imágenes de su mundo brutal que miramos con asombro; el mismo asombro con el que los hombres de la época glacial miraban las cambiantes formas del fuego.
En las paredes de las cavernas nuestros antepasados detuvieron el salto de bisonte, el paso del mamut, el desplazamiento cadencioso de las primeras aves gigantes. También se observan los primeros perros que lo ayudaron a cruzar el estrecho de Bering.
No fijaron su mundo para nosotros sino para ellos. Esas imágenes eran la extensión del mundo, su deseo cumplido por dominarlo. Según Diego Rivera existen claras evidencias para asegurar que el esplendor sensorial de esas pinturas fue obra de mujeres en la época glacial. Hasta el momento no he visto en obra alguna mejor representación del movimiento.
Picasso y Rivera admiraron la pintura rupestre. Y para el pintor mexicano nada había más perfecto, ni más fuerte, ni mejor observado, ni más poético que aquellas imágenes encontradas en los antros de la tierra.
A un espía fracasado debemos la mayor documentación de la pintura rupestre y la creación de un instituto que es, quizá, el mayor centro de documentación que existe al respecto.
Leo Frobenius se valió de la arqueología para encubrir sus tareas clandestinas en África que no pasaron del intento: trató de alentar a los etíopes para invadir Sudán y organizó levantamientos en Túnez contra Gran Bretaña para debilitar su fuerzas en el Canal de Suez.
Para algunos, Frobenius fue la versión alemana de Lawrence de Arabia, pero sin éxito. Sus servicios de inteligencia no lograron su objetivo ni lo reconoció la Academia como sí lo hizo con el inglés. Pero a diferencia de este último sacudió el sentido de la historia. Aseguró, por ejemplo, que las pinturas rupestres descubiertas en Altamira y que los expertos
aseguraban habían sido hechas en el siglo XIX, eran obras milenarias y no podían ser las únicas.
Viajó a África para comprobar su hipótesis acompañado de una troupe de pintores para que copiaran sus paulatinos descubrimientos.
La orden de Frobenius fue muy clara: No lo idealices. Toma nota de cada grieta y reproduce el arte justo como es. No lo hagas más bello de lo que parece
. El copiado además debía ser al tamaño natural. Veinte años duró esa tarea minuciosa: de 1919 a 1939.
La colección de Leo Frobenius, resguardada en el instituto que lleva su nombre, consta de unas 5 mil imágenes copiadas a tamaño natural y las recogieron de cuevas de África, Europa y Oceanía.
Cada arte tiene su justificación última en la vida. Eso es muy claro en la pintura rupestre, la pintura más cercana al inicio de la humanidad.
No fue hecha para ser contemplada sino para una cuestión más práctica. Las imágenes fueron tan reales para quienes las pintaron, como las fuerzas de la naturaleza y los animales. El bisonte suspendido en su salto o en su carrera era el mismo de la pradera. El mamut flechado o el ciervo herido, el deseo cumplido de la tribu. Las reproducciones de Leo Frobenius que se exhiben en el Museo de Antropología dan cuenta de ello.
El esplendor sensorial de la pintura rupestre muchas veces nos hace dudar de que haya sido elaborado por hombres del periodo glacial, pero así fue.
La similitud de las pinturas rupestres de varios continentes que a todos sorprende fue producto, según algunos neurosicólogos, porque fueron elaboradas en estados alterados de conciencia
. No estoy seguro. La maestría de las imágenes, difícilmente podrían alcanzarse bajo el influjo de lo que podríamos llamar efectos especiales.
En algunos pueblos aún se cree que permitir una fotografía es permitir que otro se apropie de nuestra alma. ¿Será un eco de esa creencia nuestro deseo de no dejarnos fotografiar por extraños?
Como sea, si mirar la imagen de un mundo lo hace nuestro, gracias a las reproducciones de Frobenius es posible adentramos a ese mundo brutal que atraparon los hombres de la prehistoria. Nunca lo miraremos como lo hicieron ellos pero podemos vislumbrarlo.