n el artículo anterior, explicaba el concepto género y comenté un par de instrumentos normativos con los que cuenta el Estado mexicano para combatir la discriminación por similar razón. Terminé cuestionando si la mujer aporta una visión diferente a la justicia; esto es, si juzga de distinta forma que el hombre.
A la fecha son dos las ideas en torno a la justificación de la igualdad de género en los poderes judiciales en varios países del mundo.
La primera consiste en que cambiando el equilibrio de género en la magistratura, mejorará la calidad de la justicia porque las mujeres aportan algo diferente
a su administración. La segunda indica que el principio de igualdad requiere que las mujeres tengan la misma oportunidad de participar en las instituciones públicas de toma de decisiones y que su ausencia socava la legitimidad democrática de esos cuerpos.
Por el momento, las críticas se han enfocado a denunciar la escasa participación numérica y funcional de las mujeres en los poderes judiciales del mundo, argumentando que esta situación limita la calidad y visión de las decisiones jurisdiccionales. Se sostiene que una mayor inclusión de mujeres generará una nueva dimensión de justicia, pues sus diferentes experiencias influyen al emitir sus fallos.
La Corte Suprema de Canadá afirmó que: La creencia profunda que subyacía al impulso en pos de una mayor diversidad en los nombramientos judiciales, era que las mujeres y otras minorías visibles aportarían una importante perspectiva a la difícil tarea de juzgar
.
Estos argumentos asumen que no es la presencia de las mujeres per se lo que se necesita en la magistratura, sino aquello que harán una vez que lleguen ahí. En 1993 una encuesta realizada en Estados Unidos demostró que 74 por ciento de las juezas estaba de acuerdo con la afirmación de que las mujeres tenían cierta perspectiva única y experiencia de vida diferente a la de los hombres, por lo que deberían ser representadas en la magistratura por otras mujeres. Otro estudio en el Poder Judicial de Nueva Zelanda reveló que 70 por ciento de las juezas, comparado al 39 por ciento de los juzgadores compartía la afirmación de que se juzga en función de lo que se piensa que es correcto y apropiado, lo que involucra una serie de valores y estándares que están influidos por el género.
Con el desarrollo del derecho sustantivo y procesal, se afirma que las juzgadoras son más proclives a dictar fallos basados en la igualdad, revirtiendo decisiones fundadas en prejuicios de género, basadas en asunciones estereotipadas sobre mujeres y hombres.
El estudio de Frances Raday de 1996 identificó, sobre las decisiones de la Corte Suprema Israelí cuando se empezaron a nombrar mujeres, que existía una mayor predisposición hacia la igualdad de género. Un estudio más reciente sobre casos de discriminación sexual en el trabajo ante las cámaras de apelaciones de Estados Unidos halló que las juezas eran significativamente más proclives a privilegiar estos temas que los hombres.
No obstante y a pesar de la creencia generalizada de que las mujeres juzgan distinto, en su momento la jueza Day O’Connor, primera mujer miembro de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos, contestó a la pregunta relativa a si las juezas aportaban una voz diferente
a la magistratura, que sería peligroso e imposible de responder.
Durante las décadas 80 y 90 del siglo pasado, a medida que el número de juzgadoras creció en Estados Unidos, se estudiaron las diferencias de género en el proceso de administración de justicia, utilizando muestras amplias de las cuales se pudieran extraer resultados generalizables. Las investigaciones sobre los votos de las personas juzgadoras en la Corte Suprema en 1993 no hallaron diferencias significativas. Un estudio de 1991 sobre la actuación de miembros de las cortes supremas de justicia estatales, también arrojó como resultado que sus votos eran similares. En Australia, trabajos de investigación de 1995 sobre jueces de las instancias más bajas hallaron poca diferencia en las resoluciones.
En pocas palabras, las investigaciones en torno al contenido de las decisiones, en términos de sentencias y de administración de justicia en general, concluyen que no existe una diferencia clara o sistemática entre mujeres y hombres. Sólo cuando el asunto se relaciona directamente con la discriminación sexual emergen diferencias, y aun en estos casos, los hallazgos son poco claros.
Una serie de críticas dentro y fuera de los poderes judiciales han destacado el peligro de afirmar que las mujeres tienen una forma particular de aplicar el derecho; recuerda los viejos mitos sobre la lucha por abatir la desigualdad y amenaza con establecer nuevas e ideales categorías de trabajo apropiado
para las mujeres. Esta guetización
refuerza la idea de que existen áreas de trabajo tradicionalmente masculinas que no son apropiadas para las mujeres. Además, los argumentos basados en la disimilitud, muy fácil e imperceptiblemente mutan de diferente
a mejor
. Mientras que la diferencia puede relegar a las juezas en ciertas áreas, también puede dar lugar a expectativas de superioridad. Las juzgadoras pueden escuchar
todas las voces en el tribunal –la masculina porque han aprendido a oírla y la femenina porque la viven–.
Lo variado de los ejemplos y resultados empíricos expuestos, da lugar a mucha incertidumbre sobre la existencia, alcance y futuro de las diferencias de género en el poder judicial. Si la disparidad de pensamiento es la base de la igualdad de género ¿qué pasaría si se probase que no existen diferencias significativas al momento de juzgar? ¿O que sí existen, pero que desaparecen antes de que las mujeres alcancen una igual participación? ¿O que las juzgadoras no mejoran la calidad de la justicia? Trataremos de dar una respuesta en la siguiente entrega.
* Magistrada federal y académica universitaria