uando mis dos hijos menores, Felipe y Paula Haro, eran pequeños, Sandy Ramos –quien había alquilado la casa del torero Chucho Solórzano– nos invitó unos días a Acapulco con Rosa Nissan (fotógrafa de profesión y autora de varias novelas, entre otras Novia que te vea e Hisho que te nazca, en la que usa el ladino y muchas expresiones sefaradí), quien a su vez llevó a dos de sus hijos a la vacación, Jacquie y Elías. Elías me llamó particularmente la atención porque era un gordito lleno de bucles, muy bonito y muy intenso. Pero lo que más me impactó es que sabía marcar el teléfono situado en el corredor de la casa (imposible no oírlo) y le decía a su papá: Papá, en esta casa nadie es judío
. Algo en él y en su preocupación hizo que lo quisiera yo mucho. Llamaba a su papá con frecuencia y le repetía: De todos los que están nadando en la alberca ninguno es judío
. A través de los años, seguí al niño Eli. Se convirtió en un muchacho de llamar la atención. Muy guapo, muy bien trajeado, elegantísimo, lleno de corbatas de Dior, de sacos de Ives St. Laurent, de noches de cabaret y viajes a Las Vegas, y con una cauda de enamoradas que seguían el automóvil que Eli conducía a una velocidad de junior. Aunque manejaba algunos negocios en el centro y vivía la vida de los más afortunados, algo de su preocupación de niño permanecía en su mirada.
De pronto, un mediodía lo encontré en el parque México, delgado, alto, ascético, pelón, casi irreconocible, de camiseta y pantalón rotos, zapatos de mucho uso y rostro inquieto repartiendo tortas a quienes le tendían la mano. También daba palabras de aliento. Con los terremotos, pensé mucho en él, porque a través de las grietas de un sismo aparece de pronto lo verdadero, como ahora, el 19 de septiembre, cuando nos dimos cuenta de que los jóvenes no sólo vivían para sus celulares sino que eran capaces de tomar una pala, ponerse casco, apartar varillas, sacar piedras, levantar lozas bajo la lluvia, dolidos y exhaustos día tras día en los edificios siniestrados. El dolor individual se hace más llevadero si lo compartimos. A cada quien le toca una parte. Entonces recordé a Elías, un brigadista de muchos años, y fui a buscarlo al parque México para preguntarle: Eli, ¿por qué lo dejaste todo? ¿Por qué cambiaste?
–Tenía que cambiar, estaba escrito que iba a cambiar, porque quise buscar alivio a mi sufrimiento y fue muy largo el camino.
–¿Tu sufrimiento? ¿Qué te pasó?
–Me pasó lo que le pasa a todos. La condición humana es miserable.
–Fui a tu bar mitzvah, Eli, te veías muy feliz… Incluso después nos fuimos a festejar todos contigo.
–Quizás en esa ocasión del bar mitzvah todo salió bien, pero en casa de mis padres no seguimos ni el régimen kósher ni el shabat, que son los fundamentos de la religión judía. Actualmente no me considero judío, no veo a Dios en ninguna religión.
–¿Dónde ves a Dios?
–Lo veo en la Biblia, pero no en una sola de las religiones, no lo veo en el cristianismo.
–¿Cuándo empezaste a regalarlo todo?
–Hace 11 años. Todas las tardes hacía las tortas para repartirlas al día siguiente. Ahora tengo una prima con la que hago ese ministerio. Se llama Pati.
(Eli renunció a todo. Lo primero fue adquirir una disciplina. Día tras día de todas las semanas, de todos los meses, salió de su casa en la calle de Parral en la colonia Condesa a correr como galgo en las solitarias madrugadas del parque México. Se acostumbró a alimentarse una sola vez al día, aprendió él mismo a hervirse verduras que comía en la noche; se rasuró el cabello, regaló todo lo que tenía. Estoico, renunció a las mujeres que antes lo perseguían, a las trampas de la buena vida, a los atardeceres en la playa.) “Todo empezó sin yo buscarlo, yo iba a correr al parque y, de repente, después de mucho ejercicio y de mucho negarme a mí mismo, escogí el camino en el que me ves, el camino de repartir lo poco que tengo para ya no poseer nada, pero nada de nada. Me di cuenta de que podía yo dar de comer como hice todos los días en el parque México durante los últimos 11 años, pero ahora sé que lo importante es el pan espiritual. De nada sirve darle a una persona comida si no le das un mensaje. Ahí sí está la obra de Dios… Ya no reparto comida ni refrescos todos los mediodías, sólo lo hacemos los domingos, Pati y yo. Mira, Elena, a mí no me gusta dar entrevistas, no las doy jamás, contigo hablo porque te conozco desde niño. Aparezco en las redes sociales, pero no porque yo lo haya buscado. Soy polvo y miseria, así puedes encontrarme, polvo y miseria… Empecé sin yo buscarlo, y a medida que seguí repartiendo pan en el parque México encontré alivio a mi alma y lo encontré en Dios. Nací con la angustia de Dios, la desesperación de Dios y encontré alivio a mi alma en Dios.
A todos en determinado momento nos sacude un sismo interno y si nos hace cambiar, crecemos, apunta Elías en charla con Elena Poniatowska. Arriba, en una imagen de la escritora
–Tu entrega en el parque México es muy concreta, muy importante. La gente de la calle…
–Los de la calle o los de los albergues que van al parque México son menos pobres que los que viven en palacios, porque todos estamos en un cuerpo miserable. No cabe aquí hablar de riquezas. Mira tú, lo que acaba de suceder el 19 de septiembre…
–También vimos la capacidad de entrega de los jóvenes, la generosidad de los vecinos, la calidad humana de los mexicanos, su deseo de salvar vidas, su ansia por ayudar…
“Bastaron unos cuantos momentos para que muchachos y muchachas (porque también hubo muchas chavas) adquirieran conciencia de estar viviendo algo muy grande… Fíjate, así como te veo ahora, trabajado por tus años de renuncia, hace años, en Acapulco, conocí a un niño feliz llamado Elías…”
–Desde niño empecé a buscar alivio a mi alma y tuve que tocar muchas puertas, hacer muchos viajes, leer muchos libros, fui a Europa, a Estados Unidos, a Israel, pero no en plan de turista, sino en plan de fugarme de México, de mi familia…
–¿No encontraste alivio en la religión?
–Lo intenté en el judaísmo, porque finalmente es la religión en la que nací, pero el judaísmo consiste en seguir las enseñanzas de Moisés y nadie puede cumplir la ley de Moisés; para empezar nadie puede guardar el decálogo… Fue entonces cuando me llegó el mensaje de Jeshua, Jesucristo como el Mesías de Israel, obviamente no nada más de Israel, sino el Mesías que fue anunciado por los profetas…
–¿Tú ves a Jesús como el Mesías?
–Lo que vemos en las religiones no es más que pura manipulación y algo todavía más burdo: negocio.
–¿Qué negocio?
–El mensaje original no dice que se manipule a las almas. El original es un mensaje de paz y de amor. ¿Has leído el libro de Job? Yo nunca había tocado un Nuevo Testamento hasta los 33 años…
–Job sufrió lo imposible.
–El mensaje de la Biblia, el evangélico es muy fuerte, muy difícil de asimilar. Yo sigo al Mesías, sigo a Jesucristo.
–¿No eres muy duro contigo mismo ¿Parece que ejercieras un sacerdocio?
–No lo soy. Creo que todos tenemos un monstruo adentro, un codicioso, un orgulloso, un ingrato; todos somos avaros, todos egoístas. ¿Cómo puede uno domar a ese monstruo? Yo toqué a 100 puertas –filosofía, religiones, libros de sicología y de ética– y quien me dio el poder espiritual fue Jesucristo.
–¿Eres cristiano?
–Ya no tengo etiquetas. Soy un hijo de Dios, eso es todo. Las etiquetas religiosas sobre todo producen mucho orgullo y yo considero el orgullo un enemigo… Los judíos nacen programados desde niños, les dicen que son el pueblo elegido apenas tienen uso de razón. Yo crecí en eso. Mira nosotros somos árboles –señala los truenos de la calle– los frutos son los que hablan, el fruto del Espíritu Santo que es bondad, paz, amor, paciencia, dominio propio, respeto por sí mismo. Lo que yo visto, lo que traigo puesto, ahora es de las ofrendas que llevan a los albergues o me dan en la calle. No pertenezco a secta alguna.
–Entonces ¿eres un idealista?
–Todos buscamos algo, Elena, tú también. A todos en determinado momento nos sacude un sismo interno y si nos hace cambiar, crecemos.