l pueblo mexicano es manso y sumiso. Este lugar común tan repetido refleja una ignorancia o una visión de la realidad construida desde el poder y sus medios de comunicación y que se remonta, como ideología oficial, a la invención del mexicano como hijo de la chingada
, paralela al nacimiento del PRI (http://www.jornada.unam.mx/2016/07 /26/opinion/016a2pol); y heredera de la filosofía porfirista, según la cual el indio
es manso, ignorante, sumiso por naturaleza
.
Esta generalización, racista y brutal, no resiste el más mínimo análisis histórico: el siglo XIX está surcado por rebeliones indígenas y campesinas. Destacan las guerras de exterminio contra apaches y comanches; la persistente rebeldía de tzeltales y tzotziles; las poderosos revueltas comunitarias que en 1848 estallaron en las sierras de Querétaro y del Nayar; la indomable rebelión yaqui, y la llamada guerra de castas que ensangrentó las selvas yucatecas por más de medio siglo.
Cuando los falsificadores de la historia al servicio del neoliberalismo llegan a mencionar esas revueltas, las minimizan y las explican simplificando a los conservadores del siglo XIX, que decían que durante los tres siglos coloniales, los indios habían vivido en paz trabajando sus tierras, y la rebeldía fue provocada cuando los liberales, enarbolando el dogma de la igualdad, borraron de un plumazo la sabia legislación de Indias
: tierras comunales, un solo impuesto (tributo), responsabilidad fiscal colectiva, tribunales especiales, minoría legal. De esta vieja explicación los neoliberales, que en realidad son neoconservadores, concluyen que los sumisos indios sólo se rebelan cuando se tocan sus privilegios y las condiciones que los mantienen en la marginalidad. De ahí que insistan, por ejemplo, que Zapata era un reaccionario que quería detener la modernidad y retornar al pasado colonial (http://www.jornada.unam.mx/2012/12/ 22/opinion/019a2pol).
Contra esta interpretación baste por hoy recordar la glosa que hacen Victoria Reiffler o Leticia Reina de los documentos dejados por los jefes de la gran insurrección maya que estalló en 1847 y que muestran que el motivo de su descontento, sus principales agravios, tienen que ver con los injustos impuestos religiosos, lo que hoy llamaríamos discriminación racista, su exclusión total de la vida pública y el peonaje por deudas. Es decir, causas muy similares a aquellas que están debajo de la formidable insurrección que en esas mismas selvas encabezó Jacinto Canek en 1761: la opresión colonial, la explotación, la discriminación y la exclusión.
La historia de la rebeldía indígena y campesina, persistente, inagotable a lo largo de casi cinco siglos, es además muestra de la enorme riqueza y diversidad cultural de México, así como de la imaginación y creatividad de los rebeldes: cada historia es única, y cuando está bien contada, cuando el historiador es capaz de hacernos comprender el pensamiento de los rebeldes, de meternos en su piel, somos rebeldes con ellos.
Eso logra Héctor Díaz-Polanco en su más reciente libro: El gran incendio: la rebelión de Tehuantepec. A primera vista parecería exagerado llamar gran incendio
a una revuelta local ocurrida en 1660, pero el autor entra de inmediato en la terminología de la época y nos muestra que para las autoridades civiles y religiosas, la rebelión era un fuego malévolo y retador; un fuego que podía convertirse en un incendio que devorase la Nueva España. El uso del fuego como metáfora de una terrible amenaza se entiende no sólo por su vinculación con el infierno: también porque en las sociedades preindustriales, pocas cosas tan destructivas como el fuego incontrolado y su consecuencia: el incendio.
Díaz-Polanco nos va llevando a conocer a los rebeldes y sus razones; a explicarnos esa aparentemente insignificante rebelión y a recordarnos que si así la vemos, si apenas se le menciona, se debe a ese esfuerzo sistemático por eliminar de nuestra historia la rebeldía indígena (aquí discutiría, ¿por qué esta rebelión sería la más importante del siglo y no la de los tepehuanes de 1616?).
No quiero sintetizar el libro. No me atrevo a hablar en dos párrafos de las mujeres tehuanas ni de cómo la rebelión se extendió de inmediato a 200 pueblos y amenazó con trascender mucho más allá del Istmo. No quiero resumir la violencia de la represión y el retorno de los métodos de dominación con sus historias paralelas de negrillas esclavas
o esclavillas de ocho años
. Tampoco hay espacio para discutir las limitaciones de un movimiento que buscaba la autonomía pero aún no se planteaba la destrucción del orden colonial. Mejor los invito a leer un libro que sin pausa pero sin prisa, nos lo cuenta con un estilo tan ágil como bien fundamentadas están sus tesis.
Además de hechizarnos con esa historia particular, Díaz-Polanco aporta un elemento fundamental a la discusión: la centralidad de la autonomía sociocultural indígena en estas rebeliones. La centralidad de esa demanda y su persistencia, hasta la fecha.
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