Domingo 22 de octubre de 2017, p. a16
El libro Vida y milagros de la crónica en México, de Sara Sefchovich, describe un recorrido por la historia de ese género en el país, pero se detiene sobre todo en la de fin del siglo XX y lo que va del XXI y tiene todo, desde capítulos para definir a la crónica hasta para hablar de las permanencias y los cambios temáticos y estilísticos, desde preguntas sobre el género hasta interrogantes sobre los lectores. Con autorización de la editorial Océano, La Jornada ofrece a sus lectores un adelanto de esta obra que a finales de mes llegará a las librerías
Los últimos treinta años del siglo XX ven surgir a grandes cronistas y ven convertirse a la crónica en gran literatura y en gran influencia social. Con su palabra y su escritura, los cronistas contaron la realidad y también la construyeron: lo que es, ellos lo dicen y lo que ellos dicen, es.
Si la idea de toda la crónica es desentrañar la realidad
, hay en la crónica de fin del siglo XX también una voluntad de modificarla. La potencia transformadora de estos textos, su vitalidad, su infinito desdén por temas y formas ya caducados, por el orden y el poder y las instituciones, ha hecho que puedan desentrañar la artificialidad de la realidad
y sean una reiterada acusación de lo retórico de nuestro desarrollo, de lo tramposo de nuestro progreso
, como dice uno de estos cronistas.
Y por eso los cronistas, a diferencia de lo que sucedía en otras épocas, no sólo consignan sino que también acusan y condenan. Y encuentran que el modo de ser de los mexicanos no es producto de complejos o incapacidades como tantos dijeron (desde Ramos hasta Paz, desde Portilla hasta Ramírez), sino de una sociedad con enormes desigualdades, que son resultado de una dinámica en la que la participación, el desarrollo y la riqueza del polo moderno se funda en el marginalismo, la pobreza y el atraso del arcaico
, como apuntó un estudioso.
Porque saben eso, los cronistas ya no hacen ni se proponen hacer solamente el retrato de los paisajes o las personas o las costumbres, sino también un acto deliberadamente político: lo que eligen ver, oír, recoger y relatar es lo necesario para darle la razón a los pobres y marginados. Ya no es cosa de educarlos y cambiarlos y volverlos catrines como tantos quisieron (desde Cuéllar hasta Rabasa, desde Mondragón hasta Fuentes), sino por el contrario, se trata de que todos los demás entiendan que ese pueblo
tiene la verdad (a veces hasta maniqueamente) y que somos los otros quienes debemos aprender de ellos y cambiar.
No hay en las crónicas del fin del siglo XX, la intención de objetividad y neutralidad sino al contrario, hay toma de posición y hasta compromiso. Al recoger hábitos y personajes
, lo que los cronistas buscan es, como quería Mariano Azuela con sus novelas, abrir sin piedad la carne
, y como dice Elena Poniatowska, abrir puertas y crear conciencia
.
De allí que también por primera vez en la larga historia de la crónica en México, los textos no estén hechos desde la nostalgia de quien extraña épocas o situaciones pasadas o mejores
, sueños utópicos ni advertencias apocalípticas, pero tampoco desde la arrogancia de quien se siente superior o mejor capacitado (aunque pretenda ser sencillo y lleno de simpatía por sus sujetos), sino desde el punto de vista de quien está dispuesto a cambiar el estado de las cosas y también a dejarse cambiar por lo que cronica.
Ésta es la grandeza de la crónica del fin de siglo XX mexicano: que recoge y recrea, construye y narra, genera y cambia eso que llamamos la realidad
, y lo hace de tal manera que es literatura de la más alta calidad.
En este capítulo he recogido las voces más conocidas en la crónica escrita en las últimas décadas del siglo XX: Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska, José Joaquín Blanco, José Emilio Pacheco, Cristina Pacheco, Armando Ramírez, Guadalupe Loaeza, Hermann Bellinghaussen. Son las voces más contundentes, las más firmes y coherentes, las que se han sostenido durante muchos años con disciplina y trabajo y rigor y a las que los lectores reconocemos y seguimos.
Lo he hecho así también porque, aun cuando lo que todos ellos relatan ya no tiene vigencia en el México actual, pues tanto la cultura como la sociedad han cambiado profundamente, son los maestros que han impuesto modos de ver las cosas y lenguajes para recogerlas y todo lo que se ha hecho después han sido ramas del mismo árbol, continuidad (lograda o no lograda) a veces formal pero siempre ideológica y moral, como se podrá ver en el capítulo siguiente, que se refiere a la crónica que se está escribiendo hoy en México.
Por eso los grandes cronistas de fines del siglo XX son, como diría la estudiosa Jean Franco, conciencia de su país
y superestrellas
.
Algunos hacen lo suyo siendo parte de lo que describen (como Loaeza), otros formando voluntariamente parte de otro mundo (como Blanco), algunos están orgullosos de su pertenencia (como Ramírez), otros avergonzados (como Poniatowska). Unos quieren retratar con exactitud (como Bellinghausen), otros quieren recrear (como Cristina Pacheco), y unos más se proponen interpretar (como Monsiváis). Hay quienes se hacen presentes en el texto (como Loaeza) y quienes se esconden hasta hacernos olvidar que hay un autor (como Poniatowska). Hay quienes lo hacen con humor (como Loaeza) o con ironía (como Monsiváis) y quienes tienen una vena trágica (como José Emilio Pacheco) o un enorme enojo (como Blanco) o una gran compasión (como Bellinghausen).
Hay quien finge inocencia (como Poniatowska) y quien nos echa por delante lo que sabe, sea su inteligencia (como Monsiváis) o su erudición (como Blanco). Los hay que se pretenden nobles (como José Emilio Pacheco) y los hay que se presentan agresivos (como Ramírez). Algunos prefieren el mundo de la literatura (como José Emilio Pacheco), otros el de la realidad descarnada (como Cristina Pacheco) y hay quienes transitan por los dos (como Blanco).
Algunos nunca salen de su ámbito (como casi todos los mencionados), mientras que otros buscan entender descolocándose por completo de él (como Bellinghausen).
Pero todos, absolutamente todos, escriben como dice aquella canción de Julio Jaramillo, con tinta sangre del corazón
: todos se dejan arrastrar y envolver por sus sujetos-objetos de estudio, por sus luchas y sufrimientos y alegrías y sueños, y también por sus lenguajes. “Los escritores –escribió Carlos Fuentes– le niegan al orden establecido el léxico que éste quisiera y le oponen el lenguaje de la alarma, la renovación, el desorden y el humor.”
Y todos, absolutamente todos, convierten en literatura, en gran literatura, lo que es la vida de los mexicanos. Y lo hacen al mismo tiempo como continuadores de la gran tradición de la crónica en México, pero también con rupturas e innovaciones muy significativas.
Pero sobre todo, porque cada uno de ellos está comprometido con ir más allá de la descripción y de la crítica, para insistir en la urgencia del cambio.
Por eso, aunque libres de moralina, las crónicas del fin del siglo XX son (como lo fueron las de los cronistas liberales decimonónicos) profundamente moralistas. Y sus autores, los cronistas, como diría Edward Mendelson, agentes morales
que llevaron al género a su esplendor, un esplendor que nunca antes se había alcanzado ni nunca después se volvió a alcanzar.