l lugar común es tenaz, pero irrebatible: al cineasta francés Jean Pierre Melville (1917-1973) se le considera el padre espiritual de la Nueva Ola francesa, una figura tan tutelar de los directores Jean-Luc Godard, François Truffaut, Alain Resnais, Jacques Rivette y Claude Chabrol, entre otros, como lo habrán sido también el crítico de cine André Bazin o el gran cinéfilo y director de la Cinemateca francesa, Henri Langlois. Una de las pasiones compartidas por todos ellos fue siempre el culto al cine estadunidense de los años 40 y 50, y de modo muy especial, a un género policiaco que pronto quedaría etiquetado como cine negro. Cuando los jóvenes cineastas franceses de finales de aquellos años 50 criticaban con dureza el llamado cine de calidad
–académico y acartonado– que venía realizando la generación anterior, se coincidía en sustraer de aquel juicio malévolo (a la postre, precipitado) al extravagante realizador Melville, quien inició su carrera con un filme poético y minimalista sobre la ocupación alemana, El silencio del mar (Le silence de la mer, 1949), para luego adaptar, con barroquismo visual y ampulosidad verbal Los niños terribles (Les enfants terribles, 1950), la obra teatral de Jean Cocteau, y proponer más tarde las densas y rigurosas tramas policiacas de lo que hasta la fecha sigue siendo el mejor cine negro francés: Bob, el jugador (Bob, le flambeur, 1956), Morir matando (Le doulos, 1963), Hasta el último aliento (Le deuxième souffle, 1966) y El círculo rojo (Le cercle rouge, 1970). A esta lista se añaden dos obras singulares: El samurái (Le samouraï, 1967) y la formidable recreación del mundo clandestino de la resistencia francesa bajo la ocupación nazi, El ejército de las sombras (L’armée des ombres, 1969).
A pesar de la importancia enorme de este realizador, y del éxito comercial que cosecharon algunas de sus cintas estelarizadas por los comediantes Jean Paul Belmondo, Lino Ventura, Serge Reggiani, Yves Montand o Simone Signoret, en México no había sido posible hasta hoy una revisión del conjunto de su obra, forma ideal de poder apreciar cabalmente su diversidad y su vigor artístico. Son muchos los realizadores que todavía ahora reivindican su influencia, desde el asiático Johnny To hasta el Quentin Tarantino de Perros de reserva, por lo que presentar una retrospectiva completa de Melville se había vuelto una tarea impostergable que la Cineteca Nacional cumple finalmente este mes para conmemorar el centenario del nacimiento del cineasta. Se trata de 14 cintas: seis copias restauradas y otros siete trabajos reunidos por vez primera en México, así como un cortometraje sobre las rutinas y leyendas del viejo circo francés, 24 horas de la vie de d’un clown, 24 horas en la vida de un payaso (1946).
La personalidad de Melville se confunde en ocasiones con la de algunos protagonistas de su propio cine, al punto de haber él mismo actuado en una de sus cintas, y también, en un pequeño papel en Sin aliento, de Godard. Su figura fue la de un perfecto dandy, apasionado de Hollywood y sus mitologías, de jazz y cine negro, como lo refrenda una de sus obras filmada en Estados Unidos, Dos hombres en Manhattan (1959). A pesar de la reputación de haber sido uno de los primeros cineastas franceses en filmar en un escenario urbano nocturno (la captura del barrio de Montmartre y sus antros de mala muerte en Bob, el jugador, es notable), lo esencial de alguna de sus tramas podía transcurrir en el pequeño espacio del sótano de su casa transformado en estudio de cine. Y sin presumir de grandes audacias formales, podía proponer en un solo plano de 10 minutos un singular conflicto de intereses encontrados, delaciones y traiciones mezquinas. Elaboraba así en Morir matando la figura inolvidable de Belmondo como joven canalla perfecto.
Melville pudo construir su propia mitología. El antiguo combatiente judío de la resistencia francesa, no vaciló en declarar en una entrevista para el documental Bajo el nombre de Melville (Olivier Bohler, 2008) su recuerdo afectuoso por un oficial nazi de la SS. Tampoco en abandonar su apellido paterno Grumbach para adoptar, por admiración al autor de Moby Dick, el nombre definitivo de Jean Pierre Melville. Quien conozca parte de su filmografía, reconocerá en la retrospectiva actual la persistencia de sus temas predilectos: la amistad viril como etapa suprema de la lealtad humana, y la soledad, la traición y la melancolía como suerte de anticipación de la muerte, espiritual primero, poco después, física. En ello reside la esencia misma del cine negro, con toda su estela de fulguraciones en la penumbra. Su cinta El ejército de las sombras aborda el cine político en una trama de corte policiaco, con sus verdugos nazis como rufianes pendencieros del hampa urbana, y las figuras de la resistencia como antihéroes sumidos en la soledad de un escepticismo radical que parecen ya no confiar en días mejores. Lo más cercano en Francia al cine de John Huston y de Fritz Lang.
La retrospectiva Todo Melville continúa en la Cineteca Nacional hasta el 2 de noviembre. Imperdible.
Twitter: Carlos.Bonfil1