ólo faltó el hielo seco para que la celebración fuera total. La edición 15 del Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM), que concluyó el sábado, fue la confirmación de que es el más importante de México. Ningún otro tiene esa capacidad de convocatoria, esa programación de lujo, esa organización impecable.
De cara al extranjero, el FICM se ha vuelto símbolo de estatus. Ser invitado al festival de Morelia es ya una distinción internacional. Por ello, se ha vuelto común la asistencia de personajes como el director de la Berlinale, Dieter Kosslick; el crítico francés Pierre Risient, o el director de la Semana de la Crítica en Cannes, Charles Tesson. Además, cineastas como Laurent Cantet, Christian Mungiu, Barbet Schroeder y Bela Tarr, entre varios otros.
Pero todos ellos quedaron a la sombra de la presencia de Guillermo del Toro, que fue la dominante en la segunda mitad del festival. Con su conocida generosidad y don de gente, Del Toro concedió incontables entrevistas a los medios, firmó todos los autógrafos que le pidieron, impartió dos clases magistrales (una tras otra) y acompañó el estreno nacional de su obra maestra, La forma del agua, sin duda el título más esperado del programa. Nadie se merecía más la placa honorífica que le dedicaron.
Por desgracia, no fue un año memorable para el cine mexicano. Sobre todo la competencia de ficción fue una demostración de una mala cosecha. Siete títulos nomás (el año pasado fueron 14), uno de los cuales –The Drawer Boy, de Arturo Pérez Torres– era una producción totalmente canadiense, sin un peso de inversión mexicana. De ellos, el más satisfactorio para un servidor fue Los adioses, segundo largometraje de Natalia Beristáin. Sobre un guion inteligente de María Renée Prudencio y Javier Peñalosa, la realizadora ha hecho una biopic atípica en el cine mexicano, que se salta los lugares comunes del género para brindar una visión muy personal de la vida amorosa y obra feminista de Rosario Castellanos, encarnada con virtuosismo por Karina Gidi (quien, para mi sorpresa, sólo recibió una mención). La película recibió el Premio del Público, demostrando que el moreliano es un público de muy buen gusto.
Otro título meritorio fue Ayer maravilla fui, segundo largometraje de Gabriel Mariño, cuyas virtudes son esencialmente formales al narrar con gusto exquisito una historia de transmigración de almas como metáfora de la naturaleza incierta del amor. En ese sentido, fue esencial el trabajo del cinefotógrafo Iván Hernández al retratar en suntuoso blanco y negro los encuadres muy estéticos de la película, acompañados por música de piano de Schubert. El resultado me deja un tanto frío, pero admiro el esfuerzo. Y párenle de contar.
Los documentales mexicanos fueron, para no variar, una colección más afortunada aunque no pude verlos todos. El título ganador de su competencia, Rush Hour, de Luciana Kaplan, fue para mí el superior. La directora de La revolución de los alcatraces (2013) describió tres diferentes ejemplos de personas que recorren grandes distancias para llegar a sus trabajos en Ciudad de México, Los Ángeles y Estambul. Aunque la mirada es distanciada, el documental impresiona con sus imágenes de transporte masivo, enajenación y soledad en las megalópolis. El destino de millones de personas se vuelve una imposible odisea diaria para ganarse el pan. Cabe señalar que los tres cineastas mencionados –Beristáin, Kaplan y Mariño– son egresados de diferentes generaciones del Centro de Capacitación Cinematográfica.
Finalmente habría que elogiar también el esfuerzo del FICM por presentar versiones restauradas de clásicos del cine mexicano. Así, títulos como Dos monjes, de Juan Bustillo Oro; Los motivos de Luz, de Felipe Cazals, y varios ejemplos de la productora Cinematográfica Marte, entre otros, llenaron salas con verdaderos cinéfilos. Así, el ayer y el hoy se fundieron en un programa que permite tener una visión dialéctica de la evolución del cine nacional.
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