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ada hombre mata lo que ama... y el cobarde lo hace con un beso
(Oscar Wilde). En Batallas íntimas, su tercer largometraje, Lucía Gajá refrenda el vigor expresivo y el compromiso moral y político del que ha hecho prueba desde el inicio de su carrera como documentalista. Es aún memorable aquel segundo trabajo suyo, Mi vida dentro (2007), seguimiento puntual del caso de la empleada doméstica Rosa, inmigrante en Estados Unidos, acusada de haber ocasionado, por descuido, la muerte de un niño bajo su cuidado y sentenciada a 99 años de prisión. En pocas ocasiones ha quedado expuesta con una crudeza semejante la doble situación de vulnerabilidad social e indefensión jurídica que puede padecer una mujer sin recursos, perteneciente a una minoría étnica, en un país donde día a día gana terreno el racismo institucional. A 10 años de haber sido filmado, el documental no ha perdido un ápice de su actualidad y contundencia.
Lo que ahora presenta en Batallas íntimas ya no es una serie de entrevistas con una persona agraviada, donde la directora se involucre directamente, volviéndose interlocutora y cómplice moral de la víctima o defensora virtual de su causa, sino algo muy distinto y, a su modo, igualmente eficaz. Lucía Gajá aborda el tema de la violencia doméstica reuniendo las experiencias de un grupo de mujeres, en cinco países distintos (México, India, España, Finlandia y Estados Unidos), que relatan el trayecto recorrido desde la ilusión inicial de un noviazgo dichoso hasta las complicaciones del matrimonio y la maternidad, con todo el desencanto que llega a producir haber hecho la elección equivocada. En ningún momento cuestiona el documental la institución matrimonial en sí, ni mucho menos la formación de una familia, sino la perversión con que la cultura patriarcal puede desnaturalizar ese acuerdo conyugal y la armonía doméstica que de él se desprende, al legitimar una violencia de género en la que el esposo transforma a su cónyuge en una esclava virtual, depositaria sumisa de humillaciones morales y agresiones físicas.
Al yuxtaponer las historias provenientes de sociedades liberales con alto grado de desarrollo económico e igualdad de género (como Finlandia, caso emblemático), y las de países como México o India, donde aún prevalecen el prejuicio machista y las tradiciones religiosas que relegan a la mujer a un segundo plano en el orden social, lo que muestra el documental es la manera global, casi totalizadora, en que se manifiesta una cultura de dominación patriarcal. Todo esto, se dirá, es harto conocido, y el cine lo ha mostrado tanto en el terreno de la ficción como en muchos documentales de denuncia. Sin embargo, los testimonios que presenta la realizadora mexicana tienen la virtud de calar todavía más hondo en la compleja red de interdependencia económica, moral y sicológica de las mujeres sometidas con su agresor conyugal. El caso de Martha, en Ciudad de México, es elocuente. Ella parece haber roto, con un ímpetu aún mayor que el de las otras mujeres entrevistadas, con la subordinación fatalista a un marido violento, a quien ahora le exige el divorcio y las justas reparaciones. Parece así dispuesta a arriesgarlo todo, lo mismo su relativa seguridad económica que el estigma social que pueden acarrearle su rebeldía y su súbito empoderamiento, menos la tutela de un hijo al que desea educar de un modo muy distinto para prevenir la repetición de los agravios. En otros casos –Roxana en India o Carmen en España– la batalla es más delicada aún, pues los sentimientos de culpa y una autoestima muy baja parecen complicarlo todo. Como muchas otras mujeres, ellas han llegado a pensarse responsables de lo que les sucede. Alguna admite que su marido le pega lo normal
, y en esa peculiar normalización de la violencia se establece un lazo de complicidad perverso entre la víctima y su victimario. El poder de intimidación de la cultura patriarcal se vuelve así enorme, pues consigue no sólo convencer a la mujer de su incapacidad congénita para valerse por sí misma, sino también instalar en ella una sensación de culpa por cualquier desequilibrio o falla en el orden familiar.
Algunos testimonios en Batallas íntimas coinciden en un punto clave: la maternidad puede ser a la vez una felicidad mayor y también, desvirtuada por el agresor doméstico, un chantaje supremo: toda violencia se acepta o perpetúa en aras del hipotético bienestar moral de los hijos. Lo aleccionador en la cinta –la nota finalmente optimista– es ver cómo las batallas íntimas y solitarias se transforman en combates colectivos, desde el ámbito de esas salas de estéticas donde las mujeres libran sus confidencias doloridas hasta las asociaciones civiles que solidariamente recogen y viralizan sus reclamos. Una vez más, la documentalista Lucía Gajá lanza, con profesionalismo y empatía, un señalamiento insoslayable, particularmente oportuno en esta época de exhibición exponencial de abusos sexuales en que la mujer ha conquistado de nuevo la palabra.
Batallas íntimas se exhibe en la sala 4 de la Cineteca Nacional a las 14 y 20 horas.
Twitter: Carlos.Bonfil1