a estrategia de seguridad nacional presentada ayer por el gobierno de Donald Trump, 11 meses después de haber llegado a la presidencia de Estados Unidos, es una grotesca y extemporánea vuelta al pasado de la guerra fría que identifica a Rusia y a China como poderes que buscan hacer las economías menos libres y menos justas, incrementar sus ejércitos, controlar la información y reprimir a sus sociedades para expandir su influencia
, que tratan de socavar la seguridad y prosperidad
del país vecino y utilizan la tecnología, la publicidad y la coerción para construir un mundo que es la negación de nuestros intereses y valores
.
En efecto, la caracterización de esos países como rivales, e incluso enemigos de Washington, resulta un intento tan inconfundible como fuera de tiempo de resucitar el anticomunismo que caracterizó tradicionalmente el discurso oficial estadunidense, en una etapa histórica en la que Moscú se distanció por completo del socialismo y en la que Pekín sólo conserva de comunista el nombre de su partido gobernante, a pesar de estar firmemente anclado en la lógica capitalista, tanto en lo nacional como en lo externo. Más aún, el inopinado vuelco de la administración de Trump a los tiempos del conflicto Este-Oeste se presenta tras insistentes escarceos diplomáticos con los presidentes ruso, Vladimir Putin, y chino, Xi Jingping, y cuando el magnate neoyorquino se encuentra en aprietos por los señalamientos de que su campaña electoral recibió un supuesto apoyo furtivo del Kremlin.
Si las hostilidades, las simplificaciones y las andanadas verbales de Trump contra diversos países, de medios informativos, de organismos internacionales e incluso de países aliados –como el nuestro– podían resultar pintorescas cuando era precandidato o candidato, en la actualidad, cuando se desempeña como jefe de Estado del país más poderoso del mundo, son motivo de justificada alarma mundial, porque adquieren rango de políticas oficiales, como es el ca- so de la súbita orientación antirrusa y antichina de la estrategia de seguridad nacional, que augura la reactivación de las tensiones internacionales características de hace tres décadas, la carrera armamentista entre potencias nucleares y la proliferación de conflictos de baja intensidad.
Pero, más allá de la absurda orientación geoestratégica e ideológica adoptada ayer por la Casa Blanca, asusta la volubilidad de un mandatario que le debe a su cargo, a su país y al planeta un mínimo grado de certeza en las palabras y en las acciones, porque si Estados Unidos se ha atribuido la condición de pilar del orden internacional, su presidente debería guardar consistencia y coherencia en lo que hace y en lo que dice. Y las ha guardado, sin duda, en asuntos como el racismo antimigrante y su ataque a los esfuerzos mundiales para atenuar el cambio climático –embestida que se refleja de manera brutal en el documento comentado–, pero en los alineamientos internacionales de Washington –de los que dependen, en buena medida, los que adoptan sus aliados– la administración Trump asume un juego peligroso y desconcertante. Y si es en aras de cumplir con la consigna de Estados Unidos, primero
, sus ocurrencias y sus arranques son a todas luces contraproducentes, pues socavan el poderío y la preeminencia de su país en el mundo.