on el homicidio de Gumaro Pérez Aguilando, reportero de la fuente policiaca de La Voz del Sur, perpetrado ayer en Acayucan, suman cuatro los periodistas asesinados en Veracruz en 2017, ya durante el gobierno del panista Miguel Ángel Yunes Linares, más 22 en las tres administraciones estatales anteriores, a partir de la de Fidel Herrera Beltrán y Javier Duarte de Ochoa, ambos priístas. En ese lapso, centenares de informadores han sido hostigados y amenazados por funcionarios públicos y por integrantes de la delincuencia organizada, y decenas han debido abandonar la entidad a fin de preservar su seguridad física. Dos de estos últimos fueron asesinados fuera del territorio veracruzano.
La violencia homicida contra los profesionales de la información es una exasperante realidad en varias entidades del país. En lo que va de este año, el gremio ha perdido 12 integrantes por asesinato; dos eran reporteros de esta casa editorial, Miroslava Breach Velducea, ejecutada en la capital chihuahuense el 23 de marzo, y Javier Valdez Cárdenas, ultimado el 15 de mayo, en Culiacán, Sinaloa. En la abrumadora mayoría de los casos las autoridades no han querido, o no han podido, esclarecer los hechos ni identificar y capturar a los responsables, por lo que prevalece la impunidad.
El caso de Veracruz resulta particularmente exasperante, pues allí se concentra buena parte de estos crímenes, al grado de convertirla en la más mortífera del país para los informadores y por la manifiesta actitud omisa de los sucesivos gobiernos locales para procurar justicia. Por citar sólo los casos más recientes, tanto Gumaro Pérez como Cándido Ríos –colaborador del Diario de Acayucan, asesinado el 22 de agosto en el municipio de Hueyapan– recibían amenazas de muerte desde hace dos años. A pesar de los alegatos en contrario del secretario de Segturidad Pública local, Jaime Téllez Marié, el reportero ultimado se encontraba en el programa preventivo de la Comisión Estatal de Atención y Protección a Periodistas.
Como se ha señalado en múltiples ocasiones, el asesinato de un informador o de un defensor de derechos humanos no es ni más ni menos agraviante que el de cualquier otra persona, pero sí más destructivo en términos sociales, por cuanto no sólo afecta a la víctima, a su familia y a su círculo social, sino que también constituye una violenta negación de la libertad de expresión, de los derechos de las audiencias a la información y de los derechos humanos mismos, en el caso de los activistas de esa causa. Es por ello que estos crímenes revisten una gravedad particular y ameritan un repudio generalizado e inequívoco.
La continuación de los asesinatos de informadores en Veracruz representa, por añadidura, un brutal desmentido a las promesas electorales de Yunes Linares, quien llegó al cargo ofreciendo un rápido cese de la violencia criminal que azota a la entidad; sin embargo, en lo que va de la administración del sucesor de Javier Duarte, los índices delictivos, lejos de amainar, se han incrementado.
Es claro que los discursos oficiales que culpan a la delincuencia organizada por las muertes violentas de informadores y de ciudadanos en general son insatisfactorios, improcedentes e incluso cínicos, pues el crimen organizado no puede existir sin complicidades en las altas esferas del poder público que le permitan operar con impunidad. Cabe concluir de ello que el saneamiento de las instancias gubernamentales de todos los niveles sigue siendo una tarea pendiente y ha faltado la voluntad política para emprenderla. La exasperación social, pues, está plenamente justificada.