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La lealtad de las fuerzas armadas y la responsabilidad del mando civil
E

l secretario de la Defensa Nacional, general Salvador Cienfuegos Zepeda, dijo ayer que las fuerzas armadas del país respetarán la decisión final que adopten los poderes Legislativo y Judicial con respecto a la Ley de Seguridad Interior, promulgada hace unos días por el presidente Enrique Peña Nieto, y cuya constitucionalidad ha sido impugnada ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos por considerar que atenta contra varios postulados de la Carta Magna.

El militar señaló que si bien los institutos armados han venido pidiendo un marco legal que regule su participación en tareas de seguridad pública en ámbitos estatales y municipales, respetaremos lo que finalmente se decida tanto por el Poder Legislativo como por el Poder Judicial.

La declaración es tranquilizadora porque refrenda la lealtad de los uniformados a las autoridades e instituciones civiles en momentos en que el futuro de la legislación referida está en el aire y podría ser de-sechada, al menos en su forma actual, por las graves distorsiones que introduce en la normalidad republicana del país.

En efecto, la utilización rutinaria de las fuerzas armadas en tareas de policía desde 2006 desvirtúa las funciones constitucionalmente establecidas para ellas, las expone a una erosión institucional injustificada, mina su credibilidad entre la población civil, introduce factores adicionales de violencia en una seguridad pública de suyo degradada y genera un terreno propicio para violaciones a los derechos humanos. Pero ello no es responsabilidad de los militares, quienes han acatado siempre las instrucciones de los mandos civiles, sino de éstos últimos, que no han sido capaces, en más de una década, de sanear, moralizar y profesionalizar a las corporaciones policiales, que son las encargadas, por la ley y por la lógica, de preservar la seguridad pública y combatir a la delincuencia organizada.

Como se ha señalado en múltiples ocasiones, los soldados y los marinos no son policías, los ejércitos no están concebidos ni diseñados para perseguir a los delincuentes ni deben ser empleados para ello. Sus tareas centrales consisten en preservar la integridad territorial y la soberanía nacional, así como auxiliar a la población en casos de desastre. Por lo demás, la formación teórica y práctica del Ejército y de la Marina, como ocurre con cualquier otra fuerza armada del mundo, está orientada a disuadir, neutralizar o derrotar a un enemigo. Las organizaciones policiales, por su parte, tienen una tarea muy distinta: deben prevenir la comisión de delitos, investigar los perpetrados, identificar a los responsables, capturarlos, fincarles acusaciones y ponerlos a disposición de las instancias jurisdiccionales.

Cuando se ordena a los militares que se hagan cargo de la delincuencia, resulta inevitable que los sospechosos y posibles criminales sean considerados el enemigo, que las balaceras se vuelvan combates y que la violencia se incremente de manera exponencial en las regiones en las que el Estado ha perdido el control. En otros términos, la imposición de soluciones militares regulares a la crisis de inseguridad que vive el país es un despropósito, así se pretenda legalizarlo por medio de la Ley de Seguridad Interior.

La alternativa es clara: se debe atacar las causas profundas de la criminalidad descontrolada –económicas, sociales, políticas–, hacer acopio de voluntad política para combatir frontalmente el lavado de dinero, intensificar las labores de inteligencia y proceder con urgencia a la rehabilitación de las instituciones policiales, para que sean capaces de cumplir con su tarea y reconocer que la participación en ella de las fuerzas armadas obedece a circunstancias de excepción y que por ningún motivo debe ser normalizada; no cabe duda de que los propios militares se sentirían más cómodos en el cumplimiento de sus labores constitucionales y que si han ido más allá ha sido por obediencia a los mandos civiles.