os cálculos electorales solamente le dan para el tercer lugar, cuando mucho para el segundo. Las tendencias de votos ciudadanos son adversas para el Partido Revolucionario Institucional. Y le son contrarias más que por aciertos políticos de sus adversarios, por la incapacidad, o falta de voluntad, del supuesto nuevo PRI para deshacerse del gen dinosáurico priísta.
Después de dos sexenios en los cuales los candidatos del PRI no alcanzaron la Presidencia de la República, una pretendida nueva generación priísta se presentó ante los potenciales votantes como una opción renovada, que había aprendido de sus excesos en los periodos de la presidencia imperial
y evitaría los mismos si la ciudanía le daba una nueva oportunidad de llegar al poder. El priísmo que impulsó a Enrique Peña Nieto echó mano de las mismas manipulaciones y marrullerías características del antiguo partido tricolor. Cambiaron superficialmente las formas pero no el fondo político corporativista, fueron evidentes los excesos presupuestales para ofrecer dádivas a cambio de promesas de votos.
Ya de vuelta en la Presidencia de la República, el maquillado neopriísmo constató cómo poco a poco se fueron corriendo las plastas que buscaban ocultar su verdadero rostro. Fueron efímeros los días de gloria, en los que la prensa internacional presentó a Peña Nieto como gran estadista que estaba transformando a México. Con datos duros y verificables la prensa mexicana documentó la insaciable corrupción de la generación del nuevo PRI
, su tráfico de influencias y formas de hacer política, tal vez más sofisticadas que las del priísmo histórico, pero igualmente envilecedoras del servicio público. Hoy el fracaso es evidente y los indicadores muestran que en rubros donde la ciudadanía quiere transformaciones para su beneficio tendrán que seguir esperando, porque en el presente sexenio la impunidad de la clase política, violencia, inseguridad y empobrecimiento de la mayor parte de la población se han agudizado.
Reconociendo que dentro de sus filas partidistas no había un solo personaje suficientemente presentable al electorado, el PRI debió recurrir a una jugarreta en la que su candidato presidencial es alguien sin vínculos formales con el partido. Que José Antonio Meade sea su abanderado es toda una confesión del agotamiento de la clase política priísta que debió elaborar la estratagema de pronunciarse por alguien que no está afiliado al PRI. Al hacer esto ha reconocido públicamente, aunque no lo haya manifestado, que cualquier candidato con ligas de afiliación al PRI era simple y sencillamente impresentable. Pareciera que los cálculos fuesen que con un candidato de sus propias entrañas la derrota electoral sería desastrosa, y con Meade la debacle podría ser menor.
El hastío, la indignación y convicción en amplísimas franjas de la ciudadanía sobre que el PRI ya tocó fondo en su ejercicio del poder, son elementos que se fueron anidando en las conciencias de la población no por mera animadversión sino a causa del estilo personal de gobernar de Peña Nieto, tan cercano al de sus antecesores priístas que habitaron Los Pinos. Cada eslabón de la cadena de corruptelas que arrastra la generación política del nuevo PRI
lo ha forjado denodadamente hasta que dicha cadena es inocultable y carga pesada que a cada paso hunde más a su poseedor.
Elección tras elección los candidatos del PRI, ya sean estatales o federales, han visto cómo disminuyen sus zonas de votos cautivos. Sus innobles dádivas, prebendas y promesas ya no producen los mismos frutos que antaño. De todas maneras continúan tratando de pervertir el sufragio en las zonas más pobres mediante política matraquera, ofensivos acarreos y medrando con las necesidades básicas de la población para sacar raja electoral.
Prácticamente todos los sondeos muestran que José Antonio Meade está muy alejado en la preferencia del voto, cuyo puntero innegable es actualmente Andrés Manuel López Obrador. El candidato ciudadano
del PRI se ha visto en la necesidad de hacer a un lado la parafernalia acostumbrada en las giras del abanderado del otrora partidazo. Meade y su equipo han debido mostrar austeridad en sus traslados porque saben bien que hacerlos a la manera folclórica del PRI es ya insostenible frente a una población agraviada por los dispendios del Revolucionario Institucional. Nada más que renunciar, ¿momentáneamente?, a las prácticas antiguas hace que las concentraciones de Meade sean desangeladas, carentes de vigor debido a la falta de escenografía y masas entusiastas llevadas por varios anzuelos para corear al ungido tricolor.
El 2018 anuncia la consumación de la debacle del PRI y su candidato sin afiliación a ese partido. No se vislumbra por dónde pueda crecer Meade en las inclinaciones del sufragio ciudadano. Con las tendencias actuales, y si las mismas prevalecen al día de la elección presidencial, al Partido Revolucionario Institucional le aguarda una estrepitosa derrota. A menos que sus operadores ya estén tramando pactar con los de la alianza PAN-PRD-Movimiento Ciudadano para evitar a toda costa el triunfo del adversario común. De ser así, no faltaría mucho para develar la artimaña.