l actual modelo de gobierno –a la mexicana– requiere, para su continuidad, de un conjunto de ingredientes indispensables: complicidades al por mayor. El mismo neoliberalismo hegemónico a escala mundial, del que el local es subsidiario y distorsionada copia, lleva insertadas dichas maneras de operar como fundamental consigna. Tan rotunda afirmación se puede confirmar escogiendo al azar algún país y penetrar, aunque sea superficialmente, cualquiera de sus asuntos donde se involucren recursos escasos o masivos. En Latinoamérica es sencillo toparse con ejemplos de las complicidades que se bordan cotidianamente. Trátese de Perú y los escandalosos tratos entre el presidente P. P. Kuczynski con la señora Keiko Fujimori para intercambiar, el grotesco indulto al padre de ella, por la permanencia de la presidencia de aquel. Y todo este enjuague coloreado por los sobornos de la constructora Odebrecht para obtener los jugosos contratos de obra pública ambicionados. O puede también pasar revista de la trabazón de intereses y delitos que afectan la política del Brasil para, inevitablemente, descubrir la densa corrupción como realidad imperante. Defenestrar a Dilma Rousseff tuvo como propósito una evidente conspiración público-privada para retomar el hilo de los grandes negocios bajo control y usufructo de la plutocracia local. En idéntica situación se aparecen los casos de Paraguay y en casi la totalidad de Centroamérica. En esos territorios, las corruptas complicidades pueden ventilarse todos los días.
El caso mexicano bien puede ser elevado al nivel de ejemplo señero. El trinomio complicidades-negocios-impunidad se da con claridad meridiana. ¿De qué otra manera sería posible succionar los bienes, servicios u oportunidades de las mayorías para dárselos, con fácil gratuidad, a unos cuantos privilegiados? No es factible, ni normal, menos aún justo, llevar a cabo tales tropelías. Detrás de la urgencia para imponer candidatos afines al sistema tiene el sello indeleble de la galopante concentración de la riqueza. La naturaleza misma del neoliberalismo se define dentro de esos límites y desequilibrios en la equidad.
Para eso se legisló recientemente en materia laboral y de energía. Por un lado se requiere la contención salarial de los trabajadores, su indefensión ante el capital mediante sindicatos blancos, despidos sin costo (outsourcing) y contrataciones por tiempos perentorios. Reducir el peso del factor trabajo para que el capital extraiga toda la utilidad que la productividad genere, es generalizada y hasta normada práctica. Por el otro lado era una necesidad, rayana en la compulsión, someter al dominio de los negocios privados el jugoso rubro de la energía: petrolera y eléctrica. A varios años de llevadas a cabo las ansiadas reformas, las promesas hechas han sido desmentidas por una realidad mucho más compleja que la anticipada. Los exóticos beneficios para el consumidor no se materializan y, en cambio, salen a flote muchas de las corruptelas que rodean tanto a Pemex como a la CFE. Las patrañas inventadas por la tecnocracia hacendaria como aquella de ser inconveniente refinar crudo: no es rentable afirmaban con desparpajo. Importaciones crecientes de petrolíferos ha sido la consecuencia. El eficiente uso de las reservas de Pemex es un espantajo de sus administradores en turno. Las complicidades para vender instalaciones usables o adquirir obsoletas para revenderlas después en bicocas es tópico casi cotidiano. Comprar energía sobrante y pagarla a precios fuera de mercado es otra constante. Aceptar mordidas de unos cuantos millones de pesos a cambio de contratos multimillonarios en dólares, con sobrecostos falsos y utilidades indebidas es asunto corriente y, por lo general, impune, aun cuando son descubiertos los manejos turbios.
Todas estas operaciones con su inevitable fondo de corrupción es parte sustantiva del modelo vigente. Buscar, al costo que sea, su continuidad es más que asegurar un negocio. Se trata de violentar la voluntad ciudadana y cercenar grandes tajadas de inversiones, tanto públicas como privadas, indispensables para el crecimiento económico. Bien puede afirmarse que el cansancio colectivo ha desembocado en rechazo terminante a todo lo que huela a continuidad modélica. Para remontar dicha tendencia, mostrada por la totalidad de los estudios de opinión, se han ido tejiendo acuerdos para sabotear la emergencia de un factible cambio de ruta. Se trabaja, desde la cúspide del poder político y con ahínco digno de otras causas, para impedir todo aquello que huela a la búsqueda de alternativas honestas. Sin embargo, la tendencia renovadora existe y se robustece: no más grupos amafiados de políticos al servicio de las élites. Se necesita, con urgencia, un futuro gobierno comprometido con la justicia distributiva.