De guerras
maneciendo un nuevo año nada ha cambiado respecto del viejo, sin sorpresas pero con el desencanto de quienes brindamos a las 12 am de cada primero de enero deseándonos recíprocamente felicidad y todo tipo de parabienes. Y es que 2018 amenaza no ser venturoso por ningún lado del prisma dado que vivimos dentro de una guerra de acciones, ideas, discursos, intenciones, realidades, sea cruzados con saña o desesperación, o francamente enemigos del tipo mátame o te mato.
En la escala más modesta de esta guerra están los más modestos entre los modestos, quienes un día como éste se levantaron en armas, hace 24 años, los que, si bien adquirieron visibilidad y desencadenaron en el mundo reacciones admirables que subsisten en los Foros Mundiales y en los movimientos por la Defensa de la Tierra, deberá reconocerse con vergüenza que la mezquindad, la envidia y la soberbia de los criollos y mestizos de nuestro país, a casi un cuarto de siglo de que los indígenas se permitieron hacerse visibles, los sigue atacando en una guerra sorda no confesa. Se les ataca como presuntos responsables de la fractura de la izquierda
(cuando fue, lo que haya sido entonces ésta, la que los traicionó con su votación contra los Acuerdos de San Andrés en el Congreso de la Unión) o bien se les tacha de ilusos al pretender reunir las firmas suficientes, y peor, en favor de una mujer. O se les hace candidatos al suicidio colectivo al repetir deliberadamente en Chenalhó las condiciones que provocaron la masacre de Acteal. O se les margina de las firmas de apoyo, confundiendo éstas con la fidelidad a un voto, cuyo beneficiario debió habernos instruido para apoyar a nuestra digna compatriota, cuya visibilidad en nada afectaba el rumbo que queremos para el país. Al contrario.
¿Qué no nos basta saber que seguimos siendo cómplices de la muerte por hambre de los sobrevivientes de la Colonia hispana, cuya identidad robamos para ser alguien en el concierto de la Naciones del mundo? ¿Que los hemos abandonado en su lucha por producir alimentos sanos y suficientes, con los que colaboraban a nuestra soberanía alimentaria y, en vez de eso, somos indiferentes o hasta beneficiarios de su conversión en consumidores de chatarras, sólida y líquida azucarada? ¿Que utilizamos el agua que les quitamos o la contaminamos para industrias que aumentan el producto interno bruto, el que, por cierto, a nadie le importa saber qué es, desde el momento que su monto se distribuye con la lógica de una guerra a muerte de los poderosos contra la inmensa mayoría?
¿Que si Marichuy y su gente tienen la culpa de no haber obtenido las firmas para el registro de la primera como candidata independiente a la presidencia de la República para las elecciones de 2018? Cosecha de lo sembrado por el EZLN en 2006, se dice. Entonces, ¿el clasismo connatural del mexicano, que cree haberse sacudido el color, ni su misoginia y racismo, no participan en nada en la marginación de los atrevidos indígenas?
No, los mexicanos que lucran gracias al Tratado de Libre Comercio con América del Norte e incluso quienes no ganan nada, encogen los hombros cuando se les dice que la tasa de diabetes en México se disparó después de la firma de este tratado, que las sierras donde se asientan las comunidades indígenas ya están sembradas de concesionarias de distribuidoras de comida chatarra y bebidas azucaradas que cuestan menos que una botella de agua. Porque la mayor parte de los mexicanos está convencida de que la desnutrición en medio indígena se debe a su ignorancia y aplauden las campañas gubernamentales a base de consejos sobre una alimentación sana y el dibujito del Buen Comer. ¡Ni la burla perdonan!
Más nos vale parar la guerra disfrazada, que es de mestizos y criollos contra indígenas, más acá de las clases, porque de nuestra unión depende una posible paz, tras décadas (¿siglos?) de sufrir una violencia verbal, gestual o física que ha sido muy efectiva para prolongar un poder central (¿dictatorial?) basado en el “divide y vencerás”. En una guerra de guerras, el enemigo está donde nuestras pérdidas lo enriquecen y nuestros dolores lo alegran. No hay pierde.