Domingo 28 de enero de 2018, p. a12
El artista británico Brian Nissen (Londres, 1939) cuenta en primera persona sus andanzas en el mundo del arte. Divertido y perspicaz, retrata lugares y encuentros con personajes como Nicanor Parra, Rufino Tamayo, Octavio Paz y Leonora Carrington. Sus estancias en México, agudas observaciones sobre el arte contemporáneo, la ciencia y el erotismo fluyen en este texto autobiográfico del pintor y escultor.
Lidiar con periplos ha sido parte del constante ir y venir, como narra en el fragmento que La Jornada publica con autorización de editorial Lumen, como un adelanto del libro Caleidoscopio: facetas & flashbacks
Mi vida ha sido un periplo. Los años de Londres y París antes de vivir en México en las décadas de 1960 y 1970, luego en Nueva York entre la década de 1980 y la de 2010, con estancias en México y largas temporadas en Barcelona, además de viajar a otros países con mi obra –cosa que a veces se considera sospechosa–; todo ello ha significado lidiar constantemente con asuntos de inmigración y aduanas.
De 1963 a 1967 viví en México con una visa de turista, por lo que estaba obligado a salir del país cada seis meses. Si tenía tiempo para cruzar la frontera, viajaba a Honduras Británica –ahora Belice–; en cambio, si tenía prisa viajaba en autobús a Nuevo Laredo, atravesaba el puente hasta llegar al lado estadounidense, esperaba una hora o dos en un café y volvía a cruzar hacia México.
Durante un tiempo esto funcionó bien, pero luego el asunto se volvió problemático. Así, decidí ir al consulado mexicano en San Antonio, Texas, para tramitar mi visa de turista allí en vez de en la frontera. Al volver al lado mexicano presenté mi nueva visa debidamente sellada y pagada al oficial de inmigración, quien la escrutó con cuidadosa deliberación.
–Parece que hay un problema –declaró.
–Pero todo está firmado y sellado –respondí, confiado.
–Cierto, pero hay un problema. Usted es inglés, ¿verdad?
–Pues sí, pero mi pasaporte está perfectamente en orden y tengo el visado de entrada, así que ¿cuál es el problema?
–El problema es que voy a tener que llamar a Inglaterra para ver si están dispuestos a dejarlo entrar a México.
Y se fue a hacer la llamada (en ese momento debían haber sido las cuatro de la mañana en Londres). Después de un tiempo regresó; alegremente me dijo que había llamado a Inglaterra y que ahí estaban de acuerdo en que yo siguiera mi viaje y entrara a México.
–Pues muchas gracias –le dije.
–Un momento… Su visa es válida para una estancia de seis meses en México. ¿Tendrá usted suficiente dinero para una estancia tan larga?
–Bueno, tengo una cuenta bancaria allí.
–Ah… Pero, ¿cuánto dinero lleva encima en este momento?
–Sólo tengo doscientos pesos.
–De acuerdo, está bien. Ya puede irse.
–Bueno, gracias de nuevo –le dije mientras me preparaba para ir a buscar el autobús.
–¡Oiga! Espere un momento. Todavía me debe la llamada telefónica a Inglaterra.
–¿Cómo?
–La llamada telefónica.
–¿Y cuánto sería?
–Doscientos pesos.
–Pero es todo lo que tengo –protesté–. Al menos déjeme unos pesos para un café y un bocadillo en el camino.
–¡Im-po-si-ble! La llamada telefónica costó exactamente doscientos pesos.
–Pero hay un retén militar a dieciséis kilómetros de aquí, y siempre me exigen una buena propina para dejarme pasar. Si no tengo dinero, no me dejarán pasar, así que si le doy los doscientos pesos no puedo continuar mi viaje.
–No hay ningún problema –dijo, y levantó el teléfono para llamar al retén militar–: escuche, sargento, aquí tengo a un tipo llamado Brian o lo que sea. Llegará en media hora. Déjelo pasar… Ya lo despellejé.
***
Tiempo atrás, pasar arte o equipo por la inspección aduanal de los aeropuertos podía ser un lío. Cuando un agente de aduanas veía algo diferente de una maleta normal, sospechaba. Recuerdo que en una ocasión llevaba una carpeta de dibujos a Nueva York para una exposición. El agente me preguntó por el contenido de la carpeta; le dije que yo era un artista y que llevaba dibujos originales de mi autoría.
–¿Cuántos? –preguntó.
–No sé exactamente; tal vez veinticinco o treinta.
–Bueno, si hay tantos, no son, obviamente, para su uso personal ni para regalarlos; usted los va a vender, y en ese caso tiene que importarlos y pagar los impuestos correspondientes. Y cuando se vendan tendrá que declarar la venta y pagar el impuesto sobre la ganancia.
Me pareció que eso iba a ser un verdadero problema, así que le dije:
–¿Por qué no abre la carpeta y echa un vistazo a los dibujos?
Así lo hizo; miró cuidadosamente uno tras otro. Cuando terminó, le pregunté:
–¿Usted realmente cree que alguien compraría esos dibujos?
Volvió a verlos y dijo, cerrando la carpeta:
–Ah... No sé. Dudo que… Pues no. No lo creo.
Me fui con un suspiro de alivio.
***
Los días que pasaba en Nueva York compraba pintura, pinceles y equipo para llevar a México, por cuya aduana pasaba fácilmente gracias a una donación
de diez dólares que hacía que el inspector de aduanas se olvidara de abrir las maletas. De todos modos tenía que pagar esa cantidad, pues siempre había motivo para cobrar una multa o un impuesto, por una razón u otra.
En una ocasión, un aduanero poco cooperativo insistió en abrir mis maletas, donde encontró varias bolsitas de plástico con pigmentos en polvo de distintos colores. Con gesto de triunfo, el inspector sacó una bolsa de pigmento blanco:
–Si esto es lo que pienso que es, usted está metido en un gran lío.
–Bueno, lo que tiene usted en la mano es un pigmento llamado óxido de titanio. Si quiere, es muy fácil comprobarlo. Basta con inhalar un poquito para caer muerto en el acto.
Volvió a meterlo en la maleta, sin decir nada más.
***
En otra ocasión, en 1977, expuse en la Galería René Metras, en Barcelona. Faltaban dos pinturas de gran formato que estaban en Ginebra, y quería que estuvieran en la exposición. Como había muy poco tiempo para que pudieran enviarlas, decidí ir a Ginebra y llevarlas yo mismo a Barcelona en el tren. Se encontraban en un almacén con otras obras que habían llegado de Londres algunas semanas antes, resguardadas por un galerista suizo. Como las pinturas eran muy grandes, les quité los bastidores, las enrollé y las metí en un tubo. Después de hacer todos los trámites y conseguir los permisos de exportación necesarios, llegué a la estación y presenté los documentos al inspector de aduanas. Tenía un bigote bien recortado y un carácter adusto, rígido y exigente.
Preguntó si las pinturas que llevaba en el rollo eran las que se describían en el documento; respondí que eran las mismas y correspondían a las fotografías adjuntas. Al escrudiñar los documentos de nuevo y leer detenidamente los detalles, declaró que había ciertas irregularidades y que no podía permitir que las pinturas salieran del país.
–¿A qué irregularidades se refiere? –le pregunté.
–El documento establece que las pinturas miden 240 por 190 centímetros cada una.
–Así es, pero las enrollé para poder llevarlas conmigo en el tren.
–En el documento dice que entraron a Suiza midiendo 240 por 190 centímetros, y ahora tienen una medida distinta.
–Así es, pero usted puede comprobar, con las fotografías ajuntas al documento, que son las mismas pinturas, exactamente del mismo tamaño que se indica, salvo que están enrolladas.
–Desafortunadamente ha habido una deformación formal en las obras que hace imposible que salgan del país.
–¿Qué diablos quiere decir con deformación formal
?
–Su tamaño no coincide con el que aparece en el documento de exportación.
–¿Cuál deformación formal
? Parece usted una especie de aduanero conceptual.
–Sin embargo, mi decisión es definitiva. Las pinturas no pueden salir como están ahora (...)