ue el debate político haya quedado sepultado por mandatos de ley, no digamos que restrictivos, sino del todo incomprensibles para el ciudadano común, pero también, sin duda, para muchos cuadros experimentados de los partidos, se atribuye a la maldad del escribano. Con todo, es bajo esta confusión que en el país se da la voz de inicio para renovar cámaras de Diputados, el Senado, un buen número de gobernadores, alcaldes y la Presidencia de la República.
Nadie sabe en qué condiciones discursivas y materiales, financieras y demoscópicas, va a darse esta gran contienda, y hay que desconfiar de quien pretenda decir que todo está claro. No lo está, pero no porque el respetable y sus pastores sean flojos o de escasas entendederas, sino porque alguien se encargó de complicar las cosas y de restarle racionalidad al de por sí delicado y frágil, como es y siempre lo ha sido, proceso político-electoral; incluso en la era del presidencialismo autoritario.
La nota de la temporada ha sido ver y oír a unos precandidatos sin competidor al frente, advirtiendo hasta la afonía que lo que dicen y a lo que convocan está dirigido sólo a sus compañeros de partido. El que estos mensajes privados, dicen que restringidos a sus militantes, se hagan por medios públicos lleva a una risa que de nerviosa pasa a la burla y el escarnio y luego a una cierta indignación, porque el burlón no deja de sospechar que todo esto es una tomadura de pelo, un choteo cínico.
En estos meses desvalijados de las llamadas precampañas, se ha evidenciado la inclinación por el desperdicio de tiempo y dinero, prohijada por una reforma política cuyos postulantes sometieron la disputa por el poder y la formación de gobiernos al mercado y la competencia sin adjetivos, como si fuesen una versión más, folclórica tal vez, de las supuestas leyes que supuestamente gobiernan el intercambio comercial y económico y, desde luego, el que tiene que ver con las finanzas y su mejor o peor asignación.
Si este desnaturalizado intercambio, hipermediado por el uso y abuso del dinero y de los medios públicos masivos, podrá producir fórmulas y políticas para el buen gobierno, el bien común o la justicia social, nadie puede asegurarlo salvo quienes, desde el ramplón simplismo, siguen empeñados en apostar que esa indigna competencia y el tiempo de las campañas formales, domarán a los potros y pondrán en orden los establos donde pernoctan sus jinetes. Así es la política, dirán al final. Mal sueño este grotesco carnaval de ocurrencias y puntadas, bravatas y diretes en que ha devenido el pluralismo que tanta ilusión despertó.
Si hubiera que sacar alguna suma de estas jornadas iniciales, bien podríamos proponer que la falta de ideas, la renuncia a exponer líneas de acción a partir de diagnósticos serios fue lo que dominó en esta primera y clandestina fase. Y, lo peor, es que no es posible advertir un mejoramiento sustancial. Existen palabras que brillan por su ausencia, a pesar de que nombren algunas de las peores y más graves circunstancias de la situación, de la vida pública, pero cada vez más la privada o comunitaria de miles de familias. Sin descanso se ha hablado de la violencia y la inseguridad, pero poco o nada de la matriz de la que emanan muchas de sus expresiones.
Las consejas y condenas van y vienen en torno a esta amenaza, realidad cotidiana para muchos, pero no se ubica el fenómeno en su contexto y hábitat, casi siempre dominados por cuotas muy altas de pobreza y vulnerabilidad y panoramas desoladores en lo que a las expectativas de mejoramiento se refiere. Junto con este vergonzoso soslayo, de uno de los grandes componentes de nuestra cuestión social contemporánea, hay otro término que parece haber sido proscrito por los expertos de la comunicación y la imagen. Se trata del tema de la (in)justicia económica y social que impera en todos los planos de la producción y la distribución, se trate de franjas altamente productivas como las ligadas al TLCAN o de las muy afectadas por el atraso tecnológico, la escasez financiera o la carencia de destrezas y habilidades.
En prácticamente todo el edificio económico instalado en los últimos 30 años, hay una abierta desprotección del trabajo y una conculcación de los derechos laborales consagrados en la Constitución; también se mantienen enormes brechas en el acceso a los bienes públicos, como la seguridad social, la educación de calidad o el acceso garantizado al cuidado de la salud, la prevención y la atención. Y esto sin entrar, por ahora, a la tierra baldía en que ha devenido el gran aparato educativo público diezmado por la incuria, el abuso gremial y la irresponsabilidad militante.
Recoger los despojos de décadas de olvido y prevaricación en estos continentes sustanciales de la vida buena y la seguridad individual y colectiva de los mexicanos, debería ser la cuestión fundamental de un consenso indispensable para que la ciudadanía decidiera su elección. De contar con un reconocimiento compartido de la gravedad, los aspirantes tendrían que esmerarse en la elaboración de propuestas de políticas, fórmulas financieras o formas de organización del trabajo, entre otras tareas esenciales. Una verdadera deliberación abierta y plural para definir objetivos y prioridades, y así dar lugar a una labor técnica congruente con esos objetivos.
De no llegar a este tipo de formatos, todo quedará en pretextos, evasivas a asumir la complejidad social; a idear subterfugios dizque financieros para descalificar algunas de las propuestas que hayan podido colarse y acabar en la más nefasta de las prohibiciones: la de la política. De ahí a consagrar en el poder a los que dicen que saben, que no hay problemática compleja alguna, no existe distancia alguna. Pasaríamos de las palabras proscritas, al silencio de los inocentes y al olor de santidad de los escogidos.
Se trata del fruto podrido de una democracia que nunca se atrevió a hacer de la deliberación y la discusión una forma cotidiana de gobierno y que ahora, cuando más las necesita, las niega y desnaturaliza en aras de una competitividad definida por los expertos en simulación y encuestas marrulleras.