os seres humanos somos una síntesis del entramado social en que vivimos (parafraseo a Marx). Algunos pocos logran condensar en su biografía la historia, aquello que sobrevuela lo cotidiano, condiciona al presente y llega a tocarse con el futuro, del tiempo que les tocó vivir. Valentín Campa Salazar fue uno de esos seres. Y lo que logró como individuo, líder sindical y político se halla inscrito en la galería de mexicanos ejemplares: los que se hallan en la Rotonda de las Personas Ilustres, allí donde ahora se promueve con justeza que descansen sus restos, y otros semejantes que no estando allí viven en la conciencia de las generaciones que los sucedieron como un valor atesorable.
Quienes hayan conocido a Valentín Campa o leído sus memorias (publicadas primero con el título de Mi testimonio y más tarde como Memorias de un mexicano comunista) creo que podrán validar lo que aquí afirmo, y quienes no las han leído pero lleguen a leerlas, si no otra cosa, aprenderán lo que difícilmente podrían hallar en otros libros sobre la historia del siglo XX mexicano. Si lo enfatizo es porque mi aprendizaje de esta historia se la debo a la colaboración con Campa en la preparación de sus memorias. Fuimos varios los compañeros del Partido Comunista Mexicano quienes participamos en esa tarea. Pero por quedar comisionados a dar apoyo a Valentín en el aspecto documental, Ilán Semo y yo estuvimos, por necesidad, más cerca de aquel dirigente obrero y político de ética inexpugnable, y una lógica y memoria privilegiadas.
La revolución fue vivida por Valentín niño (nació el 14 de febrero en Monterrey en 1904) como un cuadro dantesco de colgados, fusilamientos, cadáveres a los que había que saltar para continuar el camino. Su objeción tajante a la violencia, como sustituto de la política, pudo haber tenido como antecdente motivador esas primeras experiencias lesivas. Una de sus claves de identificación con el gobierno de Cárdenas fue la voluntad de este presidente de no dilucidar las diferencias y conflictos políticos mediante la violencia. Dentro de la misma dinámica interna de su partido, en la violenta discusión respecto a si León Trotsky debía ser eliminado físicamente o no, Campa y Hernán Laborde, secretario general del PCM, se opusieron al atentado.
A principios del siglo XX, el mercado aún no inventa a niños y niñas para convertirlos en objeto de consumo, pero también de una formación infantil que iba a reforzar los patrones paternalistas por un largo trecho y restaría capacidad de vinculación de púberes y adolescentes con la realidad y sus problemas. El joven Valentín, aunque su padre tenía un comercio que le permitía sostener decorosamente a su familia, tendía a buscar autonomía laboral y moral. Pronto, hacia los 14 años, encontró trabajo en la explotación petrolera La Corona, subsidiaria de la Royal Deutch Company. A partir de entonces, las posibilidades de estar en contacto con la organización sindical se tornaron en una convicción.
No es que Valentín no atendiera las orientaciones de su padre, que le aconsejaba no depender de nada, ser libre
. Pero sus convicciones, puestas en práctica, le daban autoridad moral como para poder argumentar su decisión con razones. Cuando la línea partidaria soviética decide que es preciso la unidad a toda costa con el gobierno de Cárdenas, mediante Earl Browder, secretario general del PC de Estados Unidos, Campa se opone. Sin teorizarlo, daba ejemplo de que la democracia es un juego de autonomías o no es. El tiempo le daría la razón: en la disputa por el liderato de la naciente Confederación de Trabajadores de México, la corriente comunista, donde se ubicaba Campa, pierde la dirección de la central. Pero ese apoyo sin condiciones al gobierno cardenista, éste la tradujo en la cooptación correspondiente de los cinco lobitos
, entre los que se hallaba Fidel Velázquez, y desplazó a los comunistas. Sus resultados hoy podemos verlos: la central se mantiene subordinada al gobierno cuando su política laboral no podía ser más agresiva y depredadora en contra de los trabajadores.
Los gobiernos llamados posrevolucionarios, a partir del llamado Pacto Obrero Industrial (1946), no han cesado de restarle autonomía a la organización de los trabajadores en favor del capital y de la clase que lo detenta. Por ello, en calidad de reo de conciencia, Valentín Campa fue enviado a prisión en diversas ocasiones. El recio dirigente regiomontano nunca se dobla. Así llega a la candidatura a la Presidencia de la República, encabezando al PCM, aún sin registro. La votación que consigue no es menor: más de 700 mil votos. Una voz renovadora, plena de honestidad política y lucidez intelectual da una dimensión de ética pública que hasta entonces no se había escuchado. Tampoco se volvería a repetir.
En Monterrey, paralelo a la iniciativa de que los restos de Campa sean conducidos a la Rotonda de las Personas Ilustres, se llevó a cabo un homenaje en varios actos con el mismo propósito: convertir la figura del revolucionario sin tacha, en un símbolo de la lucha por conquistar un país y un mundo mejor. Un mundo bolchevique. Como así en su primera juventud le apodaron sus compañeros. En principio no le gustaba el sobrenombre, pero después, cuando le fue explicado que bolquevique quería decir mayoría, lo aceptó con orgullo.