l principio de la sujeción de las fuerzas armadas a la autoridad civil no significa que estén condicionadas a la voluntad de una persona.
Es cierto que el artículo 89 de la Constitución señala que el Presidente de la República puede disponer de ellas para la seguridad interior y la defensa exterior de la Federación, lo cual podría llevar a pensar que tiene libertad absoluta para utilizarlas.
Pero en la propia Constitución existe un contrapeso. El artículo 29 dice que para restringir o suspender derechos humanos, el Presidente requiere de la aprobación del Congreso de la Unión, por lo cual si la intervención de las fuerzas armadas puede implicar tal extremo de suspensión o restricción, entonces la decisión debe ser autorizada por el Poder Legislativo.
Y ocurre que la Ley de Seguridad Interior (la ley) otorga al Presidente la posibilidad de suprimir derechos humanos sin que tenga que pasar por la aprobación del Congreso.
Esto es claro respecto al derecho humano incluido en el artículo 21 de la Constitución que dispone que los ciudadanos sean investigados por autoridades civiles en caso de algún delito. Sin embargo, de acuerdo con la ley, el titular del Ejecutivo podrá burlar este precepto con una declaratoria de protección a la seguridad interior y darle a las fuerzas armadas competencia para investigar.
La restricción de ese derecho sería unilateral, toda vez que la declaratoria se haría únicamente con previa consideración
del Consejo de Seguridad Nacional, que es presidido por el mismo Presidente. El Congreso no contaría. El Ejecutivo puede también suprimir el derecho a la información del que habla el artículo sexto constitucional. Esto es porque toda la información que se genere en las actividades derivadas de la declaratoria serían de seguridad nacional y reservadas, es decir fuera del alcance de la ciudadanía.
El derecho a ser investigado por autoridades civiles y no militares, así como el derecho a la información, están comprendidos en el primer título de la Constitución, en el capítulo de los derechos humanos y sus garantías. Por lo mismo, están dentro de la cobertura del artículo primero que habla de la mayor protección a la persona y de la universalidad de los propios derechos humanos.
La ley otorga al Presidente de la República la facultad de suprimir estos derechos sin que tenga que acudir al Congreso. La supresión no se contempla para una situación especial de emergencia, sino para plazos que el propio mandatario podrá decidir y que pueden ser hasta por un año, con posibilidades de prórroga.
Atentados contra el federalismo y contra la disposición constitucional que ordena que la seguridad pública sea conducida por autoridades civiles serían otros saldos de la aplicación de la ley.
Por si fuera poco, en una combinación sinuosa, además de otorgarle un poder absoluto al Presidente sobre las fuerzas armadas, la ley abre la puerta para que los mandos militares operen libremente, incluso con la posibilidad de no recibir previamente la instrucción presidencial.
Así lo determina la ley cuando dice que las autoridades federales, incluyendo a las mismas fuerzas, sin necesidad de declaratoria presidencial podrán implementar políticas y acciones para atender los riesgos contemplados en la Agenda Nacional de Riesgos, basada, en buena medida, en los trabajos del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen).
La ley fractura el equilibrio establecido en la Constitución entre la representación civil y la fuerza militar, y por esta vía lleva a que los integrantes de las fuerzas armadas sigan en el pantano criminal y corrupto de una guerra que no tiene solución sin que se atiendan las causas sociales y económicas del conflicto.
Ofrece legalizar
la inconstitucional militarización que ha demostrado no ser el camino para alcanzar la seguridad y que ha dejado a sectores de la población entre el fuego cruzado de la delincuencia que recluta a sus miembros de base en el terreno de la pobreza, y el de las fuerzas cuyos soldados provienen también de los sectores populares.
Al contrario, regresar al orden que marca la Constitución implica que la seguridad pública quede a cargo de autoridades civiles. Y si en el transcurso de ese regreso a la constitucionalidad fuera indispensable en alguna región la participación militar, entonces tendría que hacerse conforme a lo que se dice en el artículo 29.
Además, el texto constitucional establece que en caso de transtorno interior, la protección de los poderes de la Unión (misma que puede llevar al uso de las fuerzas militares) debe de ser solicitada por la legislatura o por el Ejecutivo de la entidad federativa donde vayan a actuar. Pero a contracorriente la ley indica que el Ejecutivo Federal puede decidir la intervención dónde, cuando quiera y prácticamente por el tiempo que decida.
La Constitución no confiere libre y absoluto albedrío presidencial sobre el Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea. Inclusive el supuesto mayor para su utilización como lo es una declaración formal de guerra, es facultad del Congreso de acuerdo con su artículo 73.
Esperemos que cuando la Suprema Corte resuelva las controversias y acciones de inconstitucionalidad que le han sido presentadas, tome en cuenta que la ley otorga poderes metaconstitucionales al Presidente para que pueda decidir, sin límites, el destino de las propias fuerzas armadas.
*Miembro de Serapaz
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