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Vox Libris
Misericordia
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Jerónimo (Goyahkla), 1885, jefe de los apaches chiricahua. Imágenes tomadas del libro Enterrad mi corazón en Wounded Knee, de Dee Brown, publicado por TurnerFoto Ben Wittick
Periódico La Jornada
Domingo 4 de marzo de 2018, p. a16

El nuevo libro del lingüista, escritor e historiador Antonio García de León, Misericordia (Fondo de Cultura Económica) es un homenaje a la gran victoria cultural y espiritual de los apaches, el único pueblo que no permitió ser colonizado. A partir de un expediente hallado en el Archivo General de la Nación, asistimos en 215 páginas a un relato de poesía estremecedora, prosa conmocionante, amena, docta y noble de esta guerra ritualizada, la fuga y persecución de 18 guerreros cautivos a inicios de invierno de 1796, en una veta del camino cercano a Jalapa, y su recorrido en armas hasta el sur de Guanajuato, y el traslado de esclavos apaches hasta el Caribe. Ofrecemos a los lectores de La Jornada, a manera de adelanto, dos instantes de este apasionante libro, ya en circulación

Uno de los destinos del guerrero es saber la caza del venado... Saber leer las marcas de su presa, saber cómo pisa, cómo es su huella y si es macho o es hembra... tienes que conocer al Gran hermano, advertía el Soñador, mientras sentado al lado del fuego enderezaba los mimbres que servirían para armar las flechas... El resto del grupo escuchaba al arquero con atención y en silencio.

Tienes que saber sus costumbres, saber cómo camina y por dónde dejará su pisada. Te pones junto al agua, junto al arroyo y te agazapas bien, según la dirección en que el viento corra, y que tu cuerpo esté contra la parte posterior del animal para que no alcance a ventearte... Te quedas inmóvil después de haberte quitado todo olor humano, después de haber engrasado tus piernas con la misma grasa del animal, después de guardar abstinencia y ayuno, para que tus teguas te permitan andar en silencio si acaso tengas que caminar por el bosque. Ya oculto en el lugar preciso, pueden pasar muchas horas y tendrás que mantenerte inmóvil. Así estarás unido a la tierra, enterrado, con la tierra encima y la cabeza viendo, junto a un arbusto o con un matorral encima mientras tu cuerpo está hundido en el inframundo. Pasarán muchas horas sin comer y aguantando la sed, mientras las culebras, los alacranes y los ciempiés caminan sobre ti. Si vas a usar las flechas, sostienes el arco con la mano izquierda; para que cuando ataques puedas utilizarla con certeza y dar en el blanco. O bien, cuando lo tengas cerca, cuando se distraiga y mueva la cabeza, lo alcances por detrás y de un solo golpe la doblegas, hasta que el cuello se ablande y deje de tirar patadas que puedan ser mortales, es la razón por la que nunca lo acometerás de frente. Al caer muriendo, el animal todavía conserva su aliento. Entonces te acercas a su boca y le chupas su viento, su aliento vital; y tiene que ser el último viento porque en ese viento lleva la fuerza de su vida y el espectro de su alma. Cuando hayas aspirado y tragado ese aliento, tienes que reverenciar al animal por su valor y ligereza. Es cuando se ejecuta el canto para honrar a la presa, destacando su fuerza y sagacidad, mientras algunos puñados de tabaco se dispersan en las seis direcciones. En ese instante le pones la séptima fracción de tabaco picado junto a la cabeza y le rezas dándole las gracias, para honrarlo, revestirlo de honor, y que en el futuro no te inflija.

Al oído le trasciendes que su carne servirá de alimento de los tuyos. Tratarás a su cuerpo como si fuera el de tu propio hermano. Le retirarás la flecha con que lo has herido de muerte, pues luego te servirá de protección, porque tiene su sangre. Lo desangrarás en el lugar de su muerte, retirándole las entrañas y quitándole los pulmones, final aposento de su respiración; y los pondrás con reverencia en la tierra, pues allí habitó el último aliento que no es tuyo sino del Dios supremo, el que inicialmente creó todas las cosas...

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Portada del libro de García de León
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Curandero (hombre de medicina) crow, 1880Foto Charles M. Bell

Oficio de silencios

Desde la cumbre de un cerro, desde donde las nubes empiezan a descender, los escapados hacen preparativos: ruegan al Gran Misterio mediante el ayuno y la oración, dispersando a los cuatro vientos el humo del tabaco y repasando los principios de la caza que son los de la guerra. Juntan los mimbres que han dejado secar por días para hacer sus armas, compuestas ya con las puntas del fierro que han venido afilando a lo largo de toda la travesía. Se aprestan las aljabas de gamuza, se preparan las ofrendas: una piel de caballo teñida de rojo, otra de becerro, pequeñas bolsas de tabaco y unos trozos de corteza: todo atado en un fardo que se cuelga de las ramas de un árbol en el espacio sagrado de la cumbre. Ajustadas en forma de mariposa o de mosca, se añaden a las flechas las plumas en la parte trasera para darles velocidad y rumbo... Se atavían las lanzas de caña de otate, en cuya punta se amarran algunas bayonetas que traen desde Plan del Río y de otros rescates que han hecho en el camino, pintándolas de rojo y azul y adornándolas, como ahora lo han hecho, con dos plumas de águila amarradas cerca de la punta. Lanzas del tamaño exacto para el combate cuerpo a cuerpo.

–Pisamos huesos, sangres seca, despojos de eternos fugitivos... –exclama el chamán, el Soñador...

Danzan frenéticamente en círculo, eliminando en el sudor todo mal corporal, para que su purificación les permita acercarse al Gran Misterio, invocando al Señor de la Casa del Trueno, al que agita las alas, al espíritu del oeste, llevando en su interior la medicina de combate para así llegar fortalecidos a las batallas por venir... Porque al amanecer los espíritus son penetrantes, durante el día languidecen y al atardecer vuelven a su casa y es el momento en que se puede robar al enemigo su espíritu y quitarle su destreza. Igual en el combate: deja que tus enemigos se fatiguen, espera pacientemente hasta que estén en desorden o se sientan inseguros; podrás salir entonces y caer sobre ellos con ventaja...

Empieza un tenue canto, casi inaudible, mientras los guerreros consagran las armas alrededor del fuego e inician la danza de los dueños de la montaña –gahan bagüdzitash– evocando el dikohe, el noviciado que efectuaron cuando recién salían de la adolescencia. Con los restos de las copas de algunos sombreros que han obtenido en los ranchos aparejan las cofias que ahora llevan atadas en la cabeza, ornadas con palos que representan el relámpago para protegerse contra los espíritus malignos. Mientras la danza gira entran a la ceremonia por el oriente los cuatro gahan de los puntos cardinales, ataviados con faldas cortas y mocasines. El que hace de oficiante canta intercalando frases con ruidos que imitan la flauta y el tambor; sacando de su ámbito a los espíritus que les puedan ser adversos. Son doce los cantos sagrados de la guerra y acaban cuando el fuego ha casi terminando por extinguirse. Poco a poco, y extenuados por la fuerza del rito, los hijos del desierto descansan sobre la hierba...

Al caer la noche, a la hora en que la luz del sol principia a ceder frente a la oscuridad, se oyen a los lejos, hacia Jerécuaro, los gritos de los vecinos de razón e indios de comunidad que han sido movilizados para perseguirlos... En la lejana cumbre quedan de pie las cuatro ramas secas que sostienen las pieles ofrendadas y las bolsas de tabaco consagrado; las ofrendas a los misteriosos, infinitos, incomprensibles poder del cielo y la tierra.

En el llano, la otra cacería ha comenzado.

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