atalla por un duelo. Cuatro años después del éxito de taquilla y crítica que fue su cuarto largometraje Gloria (2013), el realizador chileno Sebastián Lelio (La sagrada familia, 2005), presenta de nuevo, en Una mujer fantástica (2017), una vigorosa historia de afirmación femenina. Si en Gloria la protagonista, una mujer divorciada de 58 años (estupenda Paulina García), reivindicaba sus apetencias eróticas siempre vivas, la búsqueda de un compañero nuevo, así como el goce del baile y la música disco, en la nueva cinta del chileno (compañero de generación de Pablo Larraín y Andrés Wood), la figura central es Marina Vidal (Daniela Vega), una mujer transgénero que acaba de perder a su amante, el quincuagenario industrial y padre de familia Orlando Onetto (Francisco Reyes). Los parientes de este último le niegan empecinadamente a la joven el derecho de manifestar en público su duelo por la pérdida de su ser amado.
Las circunstancias de la muerte de Orlando, víctima de un aneurisma en un momento de intimidad que comparte con Marina, hacen recaer sobre ella las sospechas de haber propiciado el desenlace fatal, a pesar de haber hecho todo por hacerlo llegar a tiempo a un hospital y haberlo acompañado en todo momento en el trance dramático. La cadena de prejuicios morales que suscita su condición de persona transgénero (¿Marina es un apodo?
, le pregunta un médico al consultar su cédula de identidad; No sé qué eres?
, expresa confundido el hijo de Orlando al verla en el departamento de su padre; Estoy frente a una quimera
, concluye perpleja la esposa del finado al encontrarse con Marina), hace que sobre la persona más directamente afectada por la pérdida, se vuelque ya no una empatía y compasión elementales, sino un recelo moral cargado de desprecio. A los ojos de la familia que sobrevive a Orlando, y del núcleo social que representan, la joven amante sólo puede ser un fenómeno de feria o una anomalía de la naturaleza, un freak al que conviene mantener a raya, lejos de las miradas de la sociedad bienpensante y sobre todo de los niños que sólo podrán prorrumpir en llanto ante el espectáculo del transgénero, una figura tan patética.
El realizador Sebastián Lelio ofrece un relato cautivador, con procedimientos narrativos por momentos desconcertantes. Poco se sabe de la intensidad y alcances de la relación extraconyugal de Orlando, dado que el relato comienza por la mitad de la historia (in medias res, como suele definirse). A los 12 minutos de iniciada la cinta, se produce el fallecimiento del amante de Marina y los pormenores de la relación adúltera y del distanciamiento del hombre con su familia apenas quedan esbozados, como si se deseara enfatizar que la fuerza del conflicto reside en lo que sucede después del episodio trágico y que todo lo anterior palidece frente a la crónica del drama que habrá de padecer la protagonista continuamente agraviada. Esta decisión tiene el inconveniente de desdibujar a los personajes que integran a la familia de Orlando, reducidos a ser meros emblemas de una hipocresía moral teñida de prejuicio. Como contraparte, el director concentra la atención en el comportamiento de Marina, y a la postre la estrategia narrativa resulta eficaz, sobre todo por el formidable desempeño de Daniela Vega. Ella encarna toda la fluidez inapresable de una heterodoxa identidad de género. Mi nombre es Marina
repite infatigable a quienes se empeñan en encerrarla en su indeseada identidad original como Daniel. (Mis papeles están en trámite
, se defiende). Su accidentada migración al género femenino está plagada de peligros, pero ella los afronta con una determinación heroica; también con el mismo coraje con que en su casa arremete contra su pera de boxeo.
Una mujer fantástica refiere en tonos muy oscuros (la fotografía de Benjamín Echazarreta recrea aquí, como en Gloria, atmósferas claustrofóbicas) el infatigable asedio social a la protagonista y las respuestas de la joven, lacónicas e intransigentes, a una incomprensión que sólo acentúa el dolor de su pérdida sentimental. Los pocos momentos en que Marina conoce la ternura es al lado de su profesor de canto y de su mascota canina Diabla, único recuerdo fiel y vivo que le queda de su amante. Y también en ese registro emocional Daniela Vega es sorprendente. El realizador chileno ha sabido comunicar de modo notable la complejidad del personaje, su vulnerabilidad adolorida, su refugio instintivo en el mutismo, su indignación contenida y a ratos a flor de piel, como una segunda naturaleza. El relato transita del registro naturalista a una arriesgada apuesta por lo fantástico (los encuentros sobrenaturales de Marina con el ser amado, su desfogue y el éxtasis triunfal en una discoteca, la lírica imagen que la muestra en la calle resistiendo, sin doblegarse, a la violencia de los vientos). El alegato contra la intolerancia social es eficaz y contundente. Una realización notable.
Una mujer fantástica está nominada al Óscar como mejor película extranjera.
Se exhibe en la Cineteca Nacional y salas comerciales.
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