Domingo 18 de marzo de 2018, p. a16
La canadiense Margaret Atwood, quien con frecuencia figura en las cábalas del Nobel de Literatura, ofrece un tour de force narrativo en Alias Grace, obra publicada por Salamandra, convertida en serie de Netflix. La autora se adentra en las complejidades y pulsiones del alma humana y reconstruye con fidelidad y maestría los claroscuros y las paradojas de la sociedad decimonónica
, desde una historia subyugante
alrededor de una mujer, ¿femme fatale o víctima de las circunstancias y los prejuicios sociales dominantes? Con autorización de la editorial Océano, que distribuye en México el sello Salamandra, ofrecemos a nuestros lectores un adelanto de esta novela
En la grava crecen peonías. Brotan entre los sueltos guijarros grises, sus capullos otean el aire como si fueran ojos de caracoles, y después se hinchan y se abren hasta convertirse en unas flores grandes de color rojo oscuro, tan brillantes y relucientes como el raso. Finalmente estallan y caen al suelo.
En el instante que precede a su desintegración son como las peonías del jardín delantero de la casa del señor Kinnear, sólo que aquéllas eran de color blanco. Nancy las estaba cortando. Lucía un vestido de tono pálido, con un dibujo de capullos rosados y falda de triple volante, se cubría la cabeza con una cofia de paja que le ocultaba el rostro. Llevaba una cesta plana para poner las flores y se inclinaba desde las caderas como una señora, manteniendo el talle erguido. Al oírnos, se volvió a mirarnos y se llevó la mano a la garganta como si se hubiera sobresaltado.
Agacho la cabeza mientras camino siguiendo el ritmo de mis compañeras que, con la vista fija en el suelo, recorren en silencio, de dos en dos, el perímetro del patio dentro del cuadrado que forman los altos muros de piedra. Cruzo las manos delante; las tengo agrietadas y con los nudillos enrojecidos. No recuerdo ni una sola vez en mi vida en que no las haya tenido así. Las punteras de mis zapatos asoman y se esconden por debajo del dobladillo de la falda, azul y blanco, azul y blanco, mientras las suelas hacen crujir la tierra del sendero. Esos zapatos se me ajustan mejor que ningún otro par que haya tenido.
Estamos en el año 1851. En mi próximo aniversario cumpliré veinticuatro años. Llevo encerrada aquí desde los dieciséis. Soy una reclusa modélica y no causo problemas. Eso es lo que dice la esposa del alcaide, yo misma lo he oído. Escuchar sin que lo adviertan se me da muy bien. Si me comporto y no rechisto puede que al final me dejen salir, pero no es fácil portarse bien y no rechistar, es como quedarse agarrada al borde de un puente después de caer al vacío; parece que no te mueves, que simplemente estás allí colgada, pero tienes que emplear toda tu fuerza.
Contemplo las peonías con el rabillo del ojo. Sé que no tendría que haber ninguna; estamos en abril y las peonías no florecen en abril. Ahora hay tres más que han brotado en el camino justo delante de mí. Alargo furtivamente la mano para tocar una de ellas. Es seca al tacto y me doy cuenta de que está hecha de tela.
Después veo allí delante a Nancy, de rodillas, con el cabello alborotado y la sangre bajándole hacia los ojos. Lleva alrededor del cuello un pañuelo de algodón estampado con flores azules, arañuelas las llaman; es mío. Levanta el rostro; extiende las manos hacia mí implorando compasión; en los lóbulos de las orejas luce los aretes de oro que yo le envidiaba, pero que ahora ya no le envidio. Nancy se los puede quedar, pues esta vez todo será distinto, esta vez yo correré en su auxilio, la levantaré del suelo y le secaré la sangre con mi falda, rasgaré mi enagua para hacer una venda y nada de todo eso habrá ocurrido. El señor Kinnear regresará a casa por la tarde; lo veremos acercarse cabalgando por la avenida de la entrada; McDermott se hará cargo de su caballo, él entrará en el salón y yo le prepararé el café y Nancy se lo servirá en una bandeja tal como a ella le gusta servirlo y él dirá: qué café tan bueno, y por la noche saldrán las luciérnagas en el huerto y sonará música a la luz de la lámpara. Jamie Walsh. El chico de la flauta.
Ya casi he llegado junto a Nancy, al lugar donde está arrodillada. Pero no cambio el paso, no echo a correr, sigo caminando en fila de a dos; después Nancy sonríe pero sólo con la boca; sus ojos están cubiertos de sangre y cabello. Acto seguido se desparrama en manchas de color, como un montón de rojos pétalos de tela sobre la grava.
Me cubro los ojos con las manos porque ha oscurecido de repente y un hombre permanece ahí de pie con una vela, bloqueando los peldaños que conducen arriba; los muros del sótano me rodean y sé que jamás saldré de aquí.
Eso es lo que le conté al doctor Jordan cuando llegamos a esta parte de la historia.
II
El camino pedregoso
El martes sobre las doce y diez, en la Cárcel Nueva de esta ciudad, James McDermott, el asesino del señor Kinnear, sufrió la máxima pena prevista por la ley. Hubo una gran concurrencia de hombres, mujeres y niños que esperaban con ansia la ocasión de presenciar los últimos estertores de un congénere pecador. No podemos adivinar qué suerte de sentimientos se apoderaron de las mujeres que acudieron en tropel, de lejos y de cerca, a través del barro y la lluvia, para presenciar el horrendo espectáculo. Nos atrevemos a decir que no fueron unos sentimientos muy delicados o refinados. El desventurado criminal hizo gala en aquel terrible instante de la misma frialdad y arrogancia que había caracterizado su conducta desde su detención.
Toronto Mirror, 23 de noviembre de 1843
3
1859
Estoy sentada en el canapé de terciopelo morado del salón del alcaide; siempre ha sido el salón de la esposa del alcaide, aunque no siempre ha sido la misma esposa, pues cambian a los alcaides según la política. Mantengo las manos plegadas sobre el regazo tal como debe ser, aunque no llevo guantes. Los guantes que yo quisiera tener serían blancos y suaves y se me ajustarían sin una sola arruga.
Estoy muchas veces en este salón, donde retiro las cosas del té y quito el polvo de las mesitas, del alargado espejo con un marco de uvas y zarcillos de parra, y también del piano y del reloj de pie que vino de Europa y en el que un sol de color naranja dorado y una luna plateada entran y salen según la hora del día y la semana del mes. Lo que más me gusta del salón es el reloj, a pesar de que mide el tiempo y yo de eso tengo de sobra (...)