os que han administrado la economía en México, desde el inicio del presente siglo, forman parte de una misma corriente de pensamiento sobre el desarrollo económico. Se trata de una mezcla de ideología y doctrina que ha logrado establecer más que una empatía con los intereses que surgieron como dominantes en los turbulentos años de crisis, inflación y devaluación que marcaron el fin de siglo anterior.
En medio de esta emulsión de ideas, doctrina y teoremas ha estado la búsqueda de un lugar ventajoso para México en el nuevo concierto de la globalización que irrumpiera después de la caída libre de la URSS y la asunción urbi et orbi del mercado mundial unificado como divisa maestra del cambio del mundo. El TLCAN se vio como gran resumen de ese secular empeño mexicano por ser modernos.
La llegada del señor Trump al Despacho Oval de la Casa Blanca truncó el sueño mexicano, aunque no sólo el nuestro. Ha puesto en entredicho las virtudes prácticas del libre comercio, tal y como fueren determinadas en el TLCAN, y el conjunto de axiomas que supuestamente definirían la construcción de un nuevo orden mundial, en batería con los cambios globales acontecidos a lo largo de casi tres décadas.
Míster Trump arrambla contra México porque le parece lo más fácil, pero en realidad embiste contra toda una hipótesis destinada a reorganizar el conjunto del sistema internacional diseñado en el curso de la Segunda Guerra Mundial y consagrado en convenios y cartas una vez que la contienda terminase con el fin de la pesadilla nazi y las fantasías del Japón imperial e integral. Esa hipótesis se inspira en los principios consagrados en la Carta de las Naciones Unidas y sus derivadas en las instituciones financieras internacionales creadas entonces, el FMI y el BM, pero a la vez quiere asumir las mutaciones portentosas que el mundo ha registrado desde entonces.
Hoy, tales cambios se condensan en el ascenso vertiginoso de China y el no menos sostenido de India, pero también en los grandes vuelcos estructurales del sureste asiático, la presencia permanente de Japón como gran potencia económica, y el reclamo a Occidente
proveniente del resto
del mundo desde los años 70, resumido en la búsqueda de un nuevo orden internacional.
Trump va contra todo eso porque lo que quiere, en el comercio o la energía, es recuperar o afirmar la hegemonía estadunidense. Lo cual para nosotros, según su singular punto de vista, no puede querer decir otra cosa que subordinación. De ahí su recurrente embestida contra el libre comercio que, por lo menos hipotéticamente, quiere decir trato entre semejantes. Palabra que no existe en su vocabulario.
Frente a sus despropósitos, para quien los usos y costumbres de su Estado parecen más bien un estorbo, se plantean esbozos de otros ordenamientos, como ha empezado a hacerlo China y, por su lado, trata de configurarlo la Organización de las Naciones Unidas. No se trata, sin embargo, de los mismos formatos.
Para China, el horizonte ha sido definido por Xi Jinping: una sociedad adecuadamente próspera y luego una potencia mundial. Los devaneos con un eventual cambio de régimen hacia la democracia representativa quedan entre paréntesis y se impone la consistencia y contundencia de los resultados y los objetivos alcanzados.
Con y sin democracia, donde habitan más de mil millones de humanos, lo que manda son los criterios de subsistencia y evolución económica y afirmación mundial, sin parar demasiado en mientes en lo referente a los derechos humanos e incluso la desigualdad, preocupación central de muchas de las élites chinas desde hace años.
En todo caso, como recién nos ha manifestado el embajador Jorge Eduardo Navarrete, es del malestar social con el empeoramiento del medio ambiente de donde podemos esperar reclamos sociales con capacidad de enmienda de una máquina económica imparable. Como si fuera un golem pos comunista.
En Turquía o Europa del Este, en direcciones incluso disparadas, los parámetros del estado de derecho y la convivencia democrática pasan a segundo término y los derechos humanos al archivo muerto. Y, en Brasil, se pisotean convenios y veredictos, considerados históricos por muchos, con tal de poner fin al gran propósito transformador de un gobierno de y para los trabajadores. Como lo ha propuesto y en parte vuelto realidad el presidente Lula.
Apocalípticos o integrados, parafraseando a Umberto Eco, los fines de la democracia representativa son trastocados por el imperio de la urgencia o la conveniencia o por la gana tiránica del gobernante, como en Estados Unidos. Sus principios rectores, estrechamente enraizados en los derechos humanos, son puestos en reserva, sometidos a la consideración utilitaria de los fines y los medios. Una evaluación siempre contraria a una mejor vida, significada por la participación de los muchos, su protección y la del entorno.
Estamos ante una nueva ola mundial nugatoria del desempeño democrático, y lo que ocurre en México no le es extraño. La difusión de la desconfianza y la sospecha; el desprecio de organismos esenciales, como el INE, creados para dar certeza y confianza en el pluralismo y sus competencias; la solícita disposición de medios y personas para enjuiciar sumariamente a los responsables de administrar los procesos fundamentales para la construcción democrática; un sólo y terrible resumidero: el abuso del poder, las prebendas, el sacrificio del derecho y la justicia.
Primero, la separación entre políticos, sociedad y política en favor de los medios masivos y luego para la ganancia de los intermediarios vueltos visires de la política; todo ello y más, se conjuga para degradar nuestro entorno democrático y abrir la puerta a la peor de las antipolíticas: una plataforma del absurdo alimentada de hipocresías, falsedades y dinero fácil, preámbulo de un poder sin mediaciones ni controles. Una dictadura reconocida por las nuevas tendencias del mundo.
Para los mandarines de la política económica sería la hora tomar nota. Antes de que acaben como faquires.
La costumbre es, en muchos casos, mala consejera. Hace que tomemos la injusticia por justicia y el error por verdad.
Georg Christoph Lichtenberg