onald Trump, en abierta violación de las leyes internacionales y de todos los tratados firmados por Estados Unidos desde la formación misma de la ONU, nombró dirigente de la CIA a una teórica, practicante y organizadora de la tortura masiva como método de información. Al mismo tiempo, echó como a un perro a su ministro de Relaciones Exteriores –un general, o sea un especialista en guerras que sabe lo que éstas implican– y agravó mucho el peligro de una guerra nuclear, como demuestra el documentado artículo del 15 de marzo de John Saxe Fernández en estas páginas.
Para completar el cuadro, mantiene la venta de armas, niega el calentamiento global y la contaminación atmosférica, fomenta el fracking en la industria petrolera y, frente al peligro de extinción de los elefantes, autorizó la importación de colmillos de marfil como trofeo de caza. Además, mediante el proteccionismo para el acero y el aluminio y productos agrícolas, desestabiliza la economía de sus gobiernos siervos, como el argentino o el brasileño, y la de sus aliados y tributarios de la Unión Europea, provocando una guerra económica contra ésta y China.
Trump es impredecible, su gobierno es cada día diferente y ayer amenazaba a Corea del Norte con una guerra nuclear que la devastaría y poco después propone reunirse con el déspota oriental que gobierna ese país, para quizá cambiar de opinión en pocas horas. Con un energúmeno semejante, la primera potencia militar mundial camina sobre el filo de la navaja y hay un serio riesgo de un desastre nuclear que borre de la superficie del planeta las zonas más industrializadas y las más viejas culturas y provoque una catástrofe ecológica que haga retroceder muchos siglos el nivel de civilización.
Para desgracia general, el demente en la Casa Blanca no tiene contrapesos. En efecto, la Unión Europea tiene gran importancia económica, pero políticamente es nula y se está disgregando desde la crisis en Grecia, en Italia y en la península ibérica y, sobre todo, desde la deserción del Reino Unido con el Brexit y la aparición de gobiernos nacionalistas xenófobos en los Balcanes y en Europa Central.
Por su parte, la política exterior de Rusia también es impredecible. La URSS, bajo Stalin y sus sucesores, tenía una política exterior muy cauta, que correspondía al carácter conservador y contrarrevolucionario de los burócratas que enterraron al partido de Lenin. El pacto germano-soviético, la supresión de la Tercera Internacional para no asustar, el no veto de Stalin a la guerra de Corea, la llamada coexistencia pacífica
con Estados Unidos, la desconfianza soviética frente a la Revolución Cubana y a Fidel Castro y el reconocimiento diplomático por el Kremlin de esa revolución un año y medio después del triunfo de los barbudos son algunas de las infinitas demostraciones de que la URSS no se lanzaba a aventuras
y aceptaba ser garante del sistema mundial capitalista.
Vladimir Putin, ex miembro de la KGB, en cambio, mantiene el nacionalismo gran ruso de los zares y de Stalin y se apoya en la Iglesia Ortodoxa, como los Romanov, pero es un oligarca capitalista y no tiene que intentar envolverse en la sombra de una revolución hecha pedazos ni depende de un partido comunista
y de una relación con los trabajadores desorganizados y desmoralizados para los que es sólo un padrecito
más, como los zares. Consciente de que Rusia envejece y pierde habitantes y de que sus armamentos en buena parte son obsoletos y su poderío económico se basa en el petróleo y el gas y es frágil, da continuamente arriesgados golpes de mano aprovechando coyunturas y sin tener la fuerza necesaria para consolidar sus logros momentáneos. De ahí su carácter aventurero y sus peligrosos métodos gangsteriles, como los que utiliza para eliminar ex espías o adversarios en el extranjero.
Xi Jimping, presidente eterno de China, jefe de sus fuerzas armadas y secretario general del Partido Comunista chino, es lo que Jean-Luc Domenach llama un hijo de príncipes
. Es ingeniero químico. Su padre fue Xi Zhongxun, destacado general y alto dirigente del PCCh y creció y se educó con todos los líderes maoístas en los barrios privados para los grandes jerarcas. Fue enviado al campo cuando su padre fue defenestrado por Mao, pero fue salvado por las relaciones paternas y antes de ser presidente fue secretario del partido en Shangai. Conoce pues la China profunda y la ultraindustrializada zona costeña y, a diferencia de Putin y de Trump, tiene cultura y experiencia internacional. Es, por lo tanto, más cauto y, por ejemplo, votó y aplicó las sanciones de la ONU contra Corea del Norte para favorecer una distensión internacional, pues a China le conviene comerciar, no hacer una guerra para cuya eventualidad se está armando a todo trapo. Pero su sistema, aunque capitalista, mantiene los rasgos marcados de despotismo asiático que tenía con Mao.
La oligarquía imperial china, que es fuertemente nacionalista, al suprimir la libertad de información, la de discusión marxista y la de investigar, es propensa a graves errores en la apreciación de la realidad. Además, en la política exterior china hay un átomo enloquecido, pues debe pagar los platos rotos que amontona el despotismo norcoreano. En efecto, el fundador de la dinastía de Pyongyang, Kim Il-sung, echó a los japoneses de Corea colaborando con el ejército soviético, no con el PCCh, pero fue el ejército chino el que tuvo que intervenir para derrotar a los estadunidenses en la guerra de Corea. Su hijo Kim Jong-Il y su nieto Kim Jong-un crearon problemas inoportunos a Beijing que, pese a sus diferencias con Pyongyang, debe salir a defender a los Kim para impedir que los estadunidenses se instalen también en su frontera norte. Con estos jugadores de póker blufeadores, arriesgados y de poca experiencia hay que hacer las cuentas al estudiar planes y proyectos nacionales. Como en1962, con la crisis de los misiles en Cuba, estamos al borde del abismo.