prendí las notas antes que las letras. A los tres años y medio, mi abuela materna, Isabel Vásquez Betancourt de Cruz, quien murió a los 97 años en Nueva York, me sentó frente al piano y me enseñó las notas y empezó a darme clases formalmente a los cuatro años.”
–¿Tan chiquito se le puede enseñar piano a un niño?
–Sí, lo único que no puedes hacer es usar los pedales, porque no los alcanzas, pero todo lo demás, sí. Si tú te fijas, todos los músicos empiezan de manera muy temprana. El piano se volvió parte esencial de mi vida; supongo que fue lo más importante que me sucedió durante mi niñez.
–¿Y la escuela? ¿Y los demás niños?
–Nunca fui a la secundaria. Mi madre, Esperanza Cruz, convenció a mi padre de que era más importante la música y ahí me tienes estudiando todo el día frente al piano en nuestra casa en la calle Arturo, de San Ángel, como a dos cuadras de la casa de Diego Rivera.
–¿Cómo es posible que a una madre se le ocurra sacar a su hijo de la escuela? ¿Y los amigos? ¿Y el contacto con el mundo?
–Ahora me parece increíble que mi padre se haya dejado convencer de sacarme de la escuela, con el daño sicológico que eso significa, para tenerme encerrado en un cuarto, en la soledad más absoluta, porque no tenía hermanos, ni un solo primo o prima, ni un solo amigo. ¡Cero amigos! Entre los 11 y los 14 –esa edad crucial– viví en el aislamiento total, mi única comunicación era con Bach. Mi madre me sometió a una dieta de Bach entre los cinco y los 15 años. Luego, Claudio Arrau me sometió a una de Beethoven entre los 15 y los 25.
“Claudio Arrau fue amigo de mi madre en Berlín. No sé qué tanto sepas de la vida de Esperanza Cruz, pero ella fue una pianista muy importante; la verdad, creo que el único talento que tenía en la vida era para la música. Casi todos los críticos la consideran una de las dos extraordinarias pianistas del México del siglo XX, la otra fue Angélica Morales, quien se casó en Viena con Emile von Sauer, uno de los últimos discípulos de Liszt. Mi madre convenció a mi padre de que me sacaran de la escuela para que estudiara piano todo el día. ¡Imagínate si la música no es parte importante de mi vida! Tuve que luchar con todas mis fuerzas para salir de ese esquema establecido. No quería convertirme en un pianista profesional. No es que no me guste la música, me fascina, pero prefería el mundo de mi padre. En el fondo, en términos sicológicos, la mía fue una batalla entre dos identidades, la materna y la paterna. Me jalaba más el mundo de mi padre, el escritor, el filósofo, el intelectual, el político, que el mundo cerrado del músico, que es una gran burbuja en la que haces caso omiso de otros aspectos de la vida.
“Me caía muy bien mi padre, no así mi mamá. No me parecía una persona interesante en comparación con mi padre. Quería aferrarme a mi padre y liberarme del mundo de mujeres –el de mi madre y mi abuela– porque ninguna de las dos era inteligente, no, no, no. La inteligencia era la de mi papá. Mi mamá tenía un gigantesco talento para la música pero nada más.”
–Algo tuvo que tener…
–Era muy atractiva. Hace rato hablábamos de Arthur Rubinstein, quien no habría estado de acuerdo con mi juicio porque era su íntimo amigo. Tuve que luchar mucho para salir del molde materno en el que madre y abuela pretendían fundirme sin preguntármelo. Claro, la música sigue siendo, hasta ahora, tan natural en mí como tomar un jugo de naranja. Toco al menos media hora diaria y algunos fines de semana estudio muchísimo, sobre todo si voy a tocar o a grabar con Carlos Prieto, por ejemplo. Para el cierre de mi campaña como candidato a la delegación Miguel Hidalgo toqué al aire libre un concierto de Mozart que, creo, emocionó a la gente, porque nunca se había visto que un candidato terminara su campaña con Mozart.
“Con la música tengo una relación de 69 años; para mí el piano es como nadar para los buenos nadadores o subirse a una bicicleta para un ciclista; ni lo pienso, lo hago. Últimamente estudio a Schubert, muy particularmente la sonata en La mayor. Un día te tengo que tocar un poquito de Schubert, que, según Arrau, es lo que toco mejor. Estudié con el gran artista chileno al mismo tiempo que iba yo al College en Harvard, entre los 18 y los 22 años. Estudié con él siete años. Iba de Harvard a Nueva York. No sólo aprendí, lo quise mucho. Fue un segundo padre para mí. Como el mío murió cuando tenía 14 años, tengo la teoría de que ningún hombre puede crecer sin padre. Entonces busqué a otro y lo encontré en Claudio Arrau, quien además de maestro se convirtió en guía intelectual. Pocos han influido tanto en mi vida como Arrau. Es una herencia que conservo como la de la música, independientemente de que prefiera dedicarme a la vida pública.
“Mis papás se separaron muy pronto, pero nunca se divorciaron; él venía todas las tardes a mi casa a verme, salvo cuando estaba de viaje, que al final era muy raramente. Pasábamos dos horas y media solos, los dos juntos sentados en un sofá, en un saloncito en la casa de la calle Arturo, solo él y yo. Él me empezó a leer en voz alta La odisea, de ahí pasamos a La ilíada, luego a La Eneida, a Sófocles, Esquilo, Eurípides, estábamos leyendo los Diálogos de Platón una tarde antes de que muriera. Tomábamos turnos, él leía cinco o 10 minutos y entonces yo leía en voz alta, siempre libros clásicos. Ahora me doy cuenta de que fue un acto amorosísimo para mí, porque fue un sabio asediado en sus últimos años. Eso me marcó de por vida y por eso quizá lo que más hago ahora es leer. Leo por trabajo, por placer; leo para descansar, para divertirme; no puedo estar sin leer la prensa, hasta libros, porque mi primera relación afectiva se basó en los libros. Él tenía una comida de tres a cinco, llegaba a la casa y leíamos hasta las siete libros básicos para la formación de una persona, clásicos griegos y latinos. Leíamos la Apología de Sócrates; dejó señalada la página en que nos quedamos y 24 horas más tarde estaba muerto.
“Su muerte no sólo fue su ausencia, sino un cambio total hasta de país, porque mi madre decidió irse a vivir a Europa. Ella creció en Francia y Alemania. Volamos a Suiza. ¡Imagínate, en una tarde me quedé sin padre y sin país y con un nuevo modo de vida! En Suiza volví a la escuela, pero ya tenía 15 años y empecé a estudiar francés y luego inglés, porque se me metió la obsesión de entrar a la Universidad de Harvard. Tuve que defenderme de mi madre, porque quería a fuerza que entrara al Conservatorio de París y yo había escogido muy particularmente Harvard, parte medular, el equivalente a la licenciatura que hice entre los 18 y los 20 años. Los años más formativos de la juventud los pasé en Harvard y me parece que ese fue el mejor momento de mi vida. Mis dos años en Harvard son el único periodo de la vida en que he conocido la felicidad. Tener 20 años en Harvard se lo recomiendo a cualquiera. Por primera vez viví rodeado de gente de mi edad y no con puros viejitos. Mi padre tenía 70 y tantos años, mi abuela 80 y tantos. ¡Hasta que llegué a la escuela en Suiza y luego en Harvard conviví con muchachos que tenían las preocupaciones propias de los 20 años! A la vez, sentía yo que cada semana sabía mucho más que la semana anterior, casi veía crecer mi mente por los libros leídos y las clases escuchadas; una especie de inflación de la mente, como dirían los físicos contemporáneos. Supe, en ese momento, que estaba viviendo la cúspide de mi vida, que de ahí en adelante ya sería ir cuesta abajo. Al cruzar una calle en Harvard, me di cuenta: ‘No puede ser que tenga 20 años y esté en Harvard; ¿no será un sueño? ¿Qué puede venir mejor?’ Y la verdad, fue un momento culminante. Insisto, al principio de mes no sabía nada de literatura alemana o francesa –por decirte algo– pero a los tres meses ya sabía más y no se diga a los seis. Tomé física, biología, ya no digamos historia y ciencias sociales, que fue mi major, sino que me especialicé en ciencias políticas y relaciones internacionales. Ahí aprendía yo todo el día. En el desayuno, de pronto, me sentaba en el comedor con un Premio Nobel del que aprendía más que en cualquier clase. Me tocaron como profesores Kissinger y John Kenneth Galbraith, ¿te imaginas? También tomé sicología con Skinner… Kissinger, emigrado alemán, judío, un paria, refugiado, sin saber una palabra de inglés, lo aprendió a los 14 años y lo habló mejor que 95 por ciento de los nativos. Hombre brillante, tremendo; ahora sabemos que él fue responsable de un crimen, la caída del presidente Allende en Chile, porque armó esa conspiración e impulsó a Pinochet, pero Estados Unidos le dio la oportunidad de convertirse nada menos que en consejero de seguridad y luego en secretario de Estado. Como él le debía todo a Estados Unidos, peleó por sus intereses y se llevó entre las patas a regímenes de varios países, así como tuvo un papel nefasto en Vietnam, aunque ése problema venía de antes. Nadie puede negar que fue un hombre de una brillantez intelectual muy poco común.”
–Olvidando a Kissinger, ¿sientes que la influencia de tu padre fue definitiva?
–Incluso en mis actividades presentes, que tú conoces, está la presencia de mi padre y eso lo percibe López Obrador, porque en una cena en casa de los Pérez Gay, hace siete años, en que se habló de por qué Fulano, Zutano y Perengano estaban con AMLO, cuando se refirió a mí, Andrés dijo: No, en lo de Héctor hay mucho atrás, hay mucho atrás, hay mucho en su pasado que explica su postura de ahora
. En esa época no me conocía como ahora, pero percibía que tenía yo atrás una carga determinante.
“Ya que tocamos el punto de mi padre, me gustaría dejar muy claro que me identifico con el Vasconcelos de la Revolución Maderista, el que redefinió el papel de la Universidad Nacional, el fundador y primer Secretario de Educación Pública y el de la campaña de 1929, pero no con el Vasconcelos de mediados de los años 30. Me parece deplorable y trágico su viraje a la derecha. Me quedo con los primeros 50, pero rechazo los últimos 20 años de su vida. Me importa mucho aclararlo, porque desde joven simpatizo con el pensamiento y las causas de izquierda. En Cambridge, el tema de mi tesis de maestría fue La corriente radical en el Congreso Constituyente de 1916-1917. Ya a los 25 años, tanto en Cambridge como en Oxford, me interesó la izquierda más extrema de la Revolución Mexicana. Dentro del Congreso Constituyente, mis héroes son Mújica, Jara, el ala radical del Constituyente.”