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Vox libris
La ópera flotante/ El final del camino
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El escritor estadunidense John Barth (Cambridge, 1930)Foto cortesía de la editorial Sexto Piso
Periódico La Jornada
Domingo 1º de abril de 2018, p. a12

John Barth es uno de los escritores estadunidenses más relevantes del siglo XX y autor de una vasta obra narrativa. El sello Sexto Piso rescata sus dos primeras novelas La ópera flotante y El final del camino, agotadas en librerías, y las reúne en un solo volumen. Con autorización de la editorial, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de La ópera flotante

Para alguien como yo, cuyas actividades literarias se han limitado desde 1920 sobre todo a redactar informes jurídicos y a la escritura de la Investigación, lo más complicado de la tarea que me ocupa –es decir, el relato de un día de 1937 en que cambié de opinión– es ponerse a ello. Nunca he intentado hacer algo parecido, pero me conozco lo bastante como para darme cuenta de que una vez haya roto el hielo, las páginas se sucederán con fluidez, ya que no soy, por naturaleza, un tipo reservado, y el problema entonces será atenerme a la historia y, al final, callarme. No tengo ninguna duda al respecto: casi siempre puedo predecir correctamente lo que voy a hacer, porque aunque aquí en Cambridge se piense lo contrario, lo cierto es que mi conducta es bastante coherente. Si otras personas (mi amigo Harrison Mack, por ejemplo, o su esposa Jane) piensan que soy excéntrico e imprevisible, es porque mis actos y opiniones son incoherentes con sus principios, si es que tienen alguno; pero puedo asegurar que son muy coherentes con los míos. Y aunque mis principios puedan cambiar de vez en cuando –este libro, recuerda, trata de un cambio de ese tipo–, siempre tengo numerosos principios, más de los que puedo emplear, y por lo general son compatibles, de modo que mi vida no es menos lógica sólo por ser poco ortodoxa. Además, por regla general, acabo lo que empiezo.

Por ejemplo, ahora he empezado a escribir este libro, y aunque probablemente todavía falte bastante para que nos pongamos con la historia, por lo menos ya nos dirigimos hacia ella; y yo, por mi parte, he aprendido a conformarme con cosas así. Quizá cuando haya terminado de contar el día ese que mencioné antes –creo que debió de ser el 21 de junio de 1937–, quizá cuando llegue al momento de irse a la cama de aquel día, si es que llego alguna vez, vuelva y destruya estas páginas sobre la afinación del piano. O quizá no: tengo la intención de presentarme de inmediato, prevenirte contra ciertas posibles interpretaciones de mi nombre, explicar el significado del título de este libro y mostrarme muy amable contigo, como un anfitrión que se esfuerza con sus invitados, para que te sientas cómodo y te vayas introduciendo poco a poco en la serpenteante corriente de mi relato. Se trata de una serie de actividades útiles de las que no conviene prescindir.

Pero permíteme llevar el concepto de serpenteante corriente un poco más lejos: siempre me ha parecido, en las novelas que he leído de vez en cuando, que los autores les piden mucho a sus lectores cuando empiezan sus historias frenéticamente, por la mitad del relato, en vez de avanzar con lentitud hacia él. Sumergirse de ese modo en la vida y el mundo de otro, como sumergirse en el río Choptank a mediados de marzo, tiene, en mi opinión, poco de placentero. Por lo tanto, ven conmigo, lector, y no temas por tu débil corazón; el mío también es débil, y conozco las ventajas de meter primero un dedo del pie, después todo el pie, después la pierna, las caderas y el estómago muy lentamente y al final meterte entero en mi relato, tomándote para ello todo el tiempo que te resulte necesario. Al fin y al cabo, te estoy invitando a una inmersión por placer, no a un bautismo.

¿Dónde estábamos? Iba a comentar el significado del v. g. que usé antes, ¿verdad? ¿O iba a explicar la metáfora de la afinación del piano? ¿O lo de mi débil corazón? Santo cielo, ¿cómo se escribe una novela? Quiero decir, ¿cómo puede uno atenerse a la historia si tiene algo de sensibilidad hacia el significado de las cosas? Por mi parte, ya veo que la narrativa no es lo mío: cada nueva frase que escribo está llena de figuras e implicaciones que me encantaría poder ahuyentar hasta que regresaran a sus guaridas, pero el intento de ahuyentarlas generaría nuevas figuras y la necesidad de ahuyentarlas también, de tal forma que estoy seguro de que nunca podría empezar mi historia, y mucho menos acabarla, si diera rienda suelta a mis inclinaciones. En otras circunstancias, no me importaría –un libro me parece tan bueno como cualquier otro–, pero es que de verdad quiero explicar lo que ocurrió ese día (no sé si el 21 o el 22) de junio de 1937 cuando cambié de opinión por última vez. Tendremos que quedarnos en el cauce principal, por lo tanto, aunque naveguemos en un barco de bajo calado, y olvidarnos de los riachuelos y las caletas, por muy bonitos que sean. (Esta metáfora no es gratuita, pero olvidémonos también de ella por ahora).

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Portada del ejemplar que reúne dos obras de Barth, La ópera flotante y El final del camino, con traducción de Mariano Peyrou

Bueno. Mi nombre es Todd Andrews. Puedes escribirlo con una d o con dos; me llegan cartas de las dos maneras. Estaba a punto de prevenirte contra escribirlo con una sola d por miedo a que dijeras: “Tod significa muerte en alemán; quizá el nombre sea simbólico”. Yo, personalmente, uso dos des, en parte para evitar ese simbolismo. Pero ya ves, al final no te he prevenido, porque se me ocurrió que el Todd con doble d también es simbólico, y mucho. Tod es muerte, y este libro no tiene demasiado que ver con la muerte; Todd es casi Tod –es decir, casi muerte–, y este libro, si llega a escribirse, tiene mucho que ver con la casi muerte.

Un último comentario. ¿Alguna vez te has puesto de mal humor por culpa de esas historias que parecen prometer una revelación y que al final, por medio de algún ardid, logran incumplir su promesa? Yo me he encontrado más veces de lo que hubiera querido con historias sobre un invento maravilloso –una máquina que desafía la gravedad, o un telescopio lo bastante poderoso como para ver hombres en Saturno, o un arma secreta capaz de desencajar el sistema solar–, pero nunca se explica el funcionamiento por el que se vence a la gravedad, ni se trata la cuestión de la habitabilidad de Saturno, ni se nos dice cómo construir desencajadores del sistema solar para uso privado. Bueno, pues este libro no es así. Si te digo que he comprendido ciertas cosas, te contaré qué cosas son y te las explicaré con toda la claridad posible.

Todd Andrews, pues. Y ahora, fíjate en cómo soy capaz de avanzar cuando realmente lo deseo: tengo cincuenta y cuatro años y mido un metro ochenta, pero sólo peso sesenta y cinco kilos. Tengo el aspecto que creo que tendrá Gregory Peck, el actor, cuando tenga cincuenta y cuatro años, salvo que siempre llevo el pelo muy corto para no tener que peinarme y no me afeito a diario. (La comparación con el señor Peck no es jactanciosa, sólo descriptiva. Si yo fuera Dios, al crear el rostro de Todd Andrews y de Gregory Peck modificaría algunos detalles aquí y allá). Mi posición es bastante desahogada: soy socio del bufete de abogados Andrews, Bishop y Andrews –el segundo Andrews soy yo–, y el ejercicio del derecho me proporciona todo el dinero que necesito, tal vez unos diez mil dólares al año, quizá nueve; nunca me ha interesado averiguarlo con exactitud. Vivo y trabajo en Cambridge, la capital del condado de Dorchester, en la costa este de Maryland. Ésta es mi ciudad natal y también la de mi padre –Andrews es un apellido antiguo aquí– y nunca he vivido en ningún otro sitio salvo los años que pasé en el ejército, durante la Primera Guerra Mundial, y los que estuve en la Universidad Johns Hopkins y en la Facultad de Derecho de la Universidad de Maryland, un poco más tarde. Soy soltero. Vivo en una habitación individual en el hotel Dorset, en High Street, justo enfrente del juzgado, y mi despacho está a una manzana de distancia, en el barrio de los abogados, en Court Lane. Aunque con el ejercicio del derecho me pago la habitación, no considero que dicho ejercicio sea más mi carrera que otro centenar de cosas: navegar, beber, pasear por la calle, escribir mi Investigación, mirar las paredes, cazar patos y mapaches, leer, hacer politiqueos. Me interesan unas cuantas cosas, pero ninguna me entusiasma. Llevo ropa bastante cara. Fumo cigarros Robert Burns. Mi bebida es el whisky de centeno Sherbrook con ginger ale. Leo con frecuencia y asistemáticamente, es decir, tengo mi propio sistema, pero no es ortodoxo. No tengo prisa. En resumen, vivo mi vida –o la he vivido, al menos, desde 1937– de un modo muy similar al que estoy escribiendo este primer capítulo de La ópera flotante (...)

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