l autor de El hombre que amaba a los perros, Leonardo Padura, se conduele: “Imagínate, Elena, que cuando obtuve el Princesa de Asturias, ni siquiera salió la noticia en la prensa en Cuba. Lo mismo le pasó a Sergio Ramírez en Nicaragua con el Cervantes. En los dos primeros días nadie oficial lo felicitó. Cuando lo recibí se publicó una notita así de pequeña en el Granma, único periódico que circula en Cuba.
–Es una demostración de indiferencia o de desdén, ¿no? Tú hiciste un gran bien a Cuba al obtenerlo en 2015…
–Ya lo creo. Lo dije incluso cuando recibí el premio: Recibo el premio no sólo en mi nombre, sino en nombre de la cultura cubana
, porque soy un escritor cubano que vive en Cuba y que escribe sobre Cuba y que para mí siempre ha sido un orgullo pertenecer a la cultura cubana, porque no soy otra cosa que un escritor cubano.
“Hace como nueve años tengo el pasaporte español. España me lo dio por mi trabajo y el éxito de mis libros allá, a través de un procedimiento llamado Carta de naturalización. A veces la gente me pregunta: ‘¿Te vas a ir a vivir a España?’ No, voy a aprovechar el pasaporte español para viajar más fácilmente, pero soy un escritor cubano y no me voy a reciclar, porque eso no es posible.”
Leonardo Padura es un escritor apasionante. Había publicado novelas policiacas cuyo detective, Mario Conde, era un Sherlock Holmes caribeño, y había recibido varios premios: el Dashiell Hammet, el Café Gijón, el de Las Islas; fue finalista del Premio del Año 2009 de los Libreros Madrileños, pero con El hombre que amaba a los perros rompió todos los récords y su fama alcanzó el nivel más alto; se le menciona al lado de los grandes escritores cubanos: Alejo Carpentier, Guillermo Cabrera Infante.
–Nació en 1955, como mi hijo mayor, Mane, así que podría ser mi hijo. Cuatro años más tarde estallaba la Revolución Cubana. ¿Qué significó para usted? ¿Alguna vez le dijo Fidel que era un gran escritor?
–Nunca hablamos.
–¿Nunca le dirigió la palabra?
–No. Nunca hablamos, ni Raúl. Tampoco he hablado nunca con Raúl. Yo, Elena, he tenido una vida lo más normal que se pueda imaginar. Mi mamá, que cumple 90 años dentro de un mes, viene de una familia que tuvo un momento en el que parecía que les iba a ir bien, pero mi abuelo murió, se empobrecieron y fue una niña pobre. Es una católica cubana normal, va a la iglesia los domingos, pero no es beata. Mi padre pertenecía a una familia originaria, desde hace varias generaciones, del barrio donde yo todavía vivo, en la misma casa donde nací. Mi padre y mi madre construyeron esa casa en el 54, yo nací en el 55. Es un barrio que se llama Mantilla, en el sur de La Habana. Mi padre tenía un pequeño comercio y era masón de una logia que él mismo fundó en ese barrio. Tuve una infancia absolutamente normal. A mí lo que me gustaba más que todo en el mundo era jugar beisbol. Todavía soy fanático. Hasta los 18 años, lo que más hice en mi vida fue jugar beisbol y nunca pensé en ser escritor. En la universidad tenía compañeros que escribían y tal y pensé: Bueno, si ellos escriben, yo voy a intentar hacerlo también
. Lo hice casi por competencia, como buen jugador de beisbol. Creo que lo que me diferencia a mí de otros escritores cubanos es mi disciplina. Soy muy disciplinado, muy trabajador, en ese sentido casi no parezco cubano, porque a los cubanos les da lo mismo una cosa que la otra. Lo que he logrado creo que es resultado del trabajo. Si tengo más o menos reconocimiento oficial, no me importa. Lo importante para mí es mi trabajo y haber logrado establecer una relación con mis lectores. En Cuba, a Mario Conde, mi detective, no lo asumen como personaje, sino como persona. Se han familiarizado tanto con él que me preguntan: Oye, ¿qué es de la vida de Mario Conde? Y, ¿el perro de Mario Conde? ¿Qué pasa con el perro de Mario Conde? Mario Conde, ¿se casó o no se casó?
Esa relación con los lectores cubanos es muy bonita.
–La Casa de las Américas y sus escritores han de estar muy orgullosos de usted…
–En La Casa de las Américas no sé cuáles son los que se sienten orgullosos o los que no están para nada conformes con que yo sea un escritor reconocido. Hay de todo. La república de las letras de todos los países está llena de mezquindades, de envidias, pero también de solidaridad. Por ejemplo, Ambrosio Fornet ha sido esencial en mi carrera. Fue mi primer lector. Durante muchos años le llevé mis manuscritos, los criticaba, me los destrozaba y eso me ayudó mucho. Ambrosio es especialista de muchas cosas. Es un hombre de una cultura tremenda. En cuanto a La Casa de las Américas tienen una actividad que se llama Semana de Autor, el único escritor cubano que ha participado he sido yo, porque siempre invitan a escritores latinoamericanos. Hace dos años fue Juan Villoro, antes había ido Rubem Fonseca, uno de los que más aprendí en cuanto a novela policiaca. Una vez coincidí con él y conversamos bastante para lo que es posible conversar con Rubem Fonseca, porque es muy cerrado.
–Seguramente, Leonardo, para escribir El hombre que amaba a los perros, sobre el asesinato de Trotsky, tuvo que viajar a Rusia…
–Fui en 2007, cuando ya tenía escrita la primera versión de la novela, para ver los escenarios, ambientar mejor a los personajes, ubicar las proporciones. Ante todo, quería ver Moscú, una ciudad igual que Nueva York, igual que París, está muy escrita, San Petersburgo... son ciudades muy escritas. Uno lee El maestro y Margarita y se imagina a Moscú y lo ha visto en el cine, pero cuando uno llega a Moscú descubre que todo lo que había uno imaginado tiene que multiplicarlo por 10. Es 10 veces más enorme porque siempre quiso ser el centro de un imperio y resultó una ciudad monumental.
–También sitúa usted su novela en México, puesto que aquí fue el asesinato…
–Yo había estado varias veces aquí en Coyoacán, en la casa de Trotsky, la primera vez en 1989, que fue para mí una conmoción, sobre todo porque todo fue un descubrimiento. Estaba yo viendo algo de lo cual en Cuba no se habla.
–¿Todavía no se habla del criminal asesinato de Trotsky?
–Todavía no. Hace una semana se puso en la televisión un reportaje sobre los 100 años de la creación del Ejército Rojo y no se mencionó a Trotsky. Todavía hoy tienen esta picazón con Trotsky. En la época en que yo estudiaba en la universidad, cuando se hablaba de algo que tuviera relación con la Revolución Rusa y tal, no se mencionaba a Trotsky. Por esa curiosidad fue que empecé a buscar alguna bibliografía, pero la que había en Cuba era muy poca y muy mala. Vine a México en octubre de 1989, estuve en la casa de Trotsky, me conmovió mucho… Lo curioso es que un mes después cayó el muro de Berlín, pero un mes antes, cuando yo estaba en la casa de Trotsky, nadie se imaginaba que iba a caer el muro. A partir de ahí empezó todo ese proceso que terminó con la desintegración de la Unión Soviética. Para mí fue muy importante lo que ocurrió, porque no pensaba escribir una novela sobre el asesinato de Trotsky ni mucho menos, era pura curiosidad.
“Cuando decidí escribir esa novela fue después de la desaparición de la Unión Soviética, cuando se abren los informes de Moscú. Dice Kapuscinski en su libro El imperio, sobre su viaje a la Unión Soviética, algo que es muy cierto: ‘En los años 80 conocíamos la historia de la Unión Soviética. En los años 90, cuando se abren los archivos de Moscú, nos damos cuenta de que conocíamos 20 por ciento de la historia de la Unión Soviética, el otro 80 por ciento estaba escondido en esos archivos’. Se supieron muchas cosas pero no apareció nada sobre el asesinato de Trotsky. Se supo que Stalin recibía toda la información sobre la preparación del asesinato de Trotsky y periódicamente la quemaba, por eso no hay ninguna documentación sobre cómo se preparó el asesinato.
–Fui a la cárcel de Lecumberri, Leonardo, porque me permitió su director, el general Martín del Campo, entrevistar a los ferrocarrileros presos en 1959, y una mañana me dijo: Le quiero presentar al preso modelo de esta cárcel, al maestro, al que arregla todos los radios y aparatos electrodomésticos de los internos
. Para un preso, comunicarse con el exterior es de vida o muerte. El general Martín del Campo me presentó a un señor alto, robusto, fornido, amable, sonriente que me tendió la mano, le doy la mano y Alberto Beltrán, un gran artista, me dijo a la salida de la cárcel: Acabas de darle la mano al asesino de Trotsky
. No sabía si cortármela; no sabes lo mal que me sentí.
(Padura sonríe)
–Incluso en esa época hicieron un plan en Lecumberri, que al preso que alfabetizara a otros 10 presos, le quitaban un año de condena, y Mercader empezó a alfabetizar presos y alfabetizó a tantos que había que soltarlo, pero le advirtieron: No, eso va con los demás, contigo no va
. Realmente era el preso modelo. Era un hombre que, como sabes, pertenecía a una familia de la alta burguesía catalana. Contaba su hermano más pequeño que en su casa se hablaban cuatro idiomas en el día: catalán, español, francés e inglés. Se educó en esa burguesía ilustrada catalana, con su madre un poco loca y después, mucho más loca, Caridad del Río, cubana, nacida en Santiago de Cuba en la época en que Cuba todavía era colonia. Mercader se crió en ese ambiente ilustrado. Era un hombre, sin duda, con una gran inteligencia. El hecho de que haya podido cambiar de personalidad de manera tan profunda demuestra que era un hombre con una capacidad especial. Yo creo firmemente que además recibió entrenamiento. Eso no está documentado, yo lo pongo en la novela como un hecho novelesco, pero muy posible, porque hubo otros casos de agentes soviéticos de la NKBD que recibieron un entrenamiento parecido al que describo en la novela. Sin duda es muy difícil pensar que un hombre que estaba en una trinchera española, durante la Guerra Civil, de pronto aparezca en París convertido en otra persona, en Jaques Mornard, con una historia completamente diferente, una familia belga, y empieza ese largo juego de ajedrez que monta el jefe de este operativo: Kotov, quien había estado en la Guerra Civil Española y fue amante de la madre, Caridad Mercader. (Continuará.)