Domingo 15 de abril de 2018, p. a16
El martes 10 de abril se cumplieron 99 años del fallecimiento de Emiliano Zapata. En coincidencia con esa efeméride, el sociólogo y doctor en historia Felipe Ávila acaba de publicar con el sello Crítica del grupo Planeta la primera edición impresa de su libro Breve historia del zapatismo. Con autorización de la editorial ofrecemos a los lectores de La Jornada un fragmento de esa obra
Las transformaciones hechas por la revolución zapatista, su persistencia y arraigo, el apoyo que encontró en una parte de la población civil de la región y el grado de violencia que produjo su desafío provocaron una profunda alteración en las condiciones en que transcurría la vida de las familias de esa región. La gente común tuvo que adaptarse a las nuevas y más difíciles condiciones y reaccionó de diferente manera ante ello. La violencia, la escasez de alimentos, la destrucción de muchos pueblos y rancherías, la subordinación de la economía a las necesidades de la guerra, la presencia cotidiana de la muerte y el dolor, la irrupción continua de fuerzas destructivas venidas de fuera, obligaron a las familias e individuos de la región zapatista a establecer mecanismos de defensa y sobrevivencia. Algunos se incorporaron al Ejército Libertador del Sur para proteger a los suyos, muchas familias emigraron a regiones más seguras y otras hicieron alianza con algunos de los bandos enfrentados. En esas difíciles condiciones impuestas por la Revolución, la población tuvo que arreglárselas para continuar con su vida, para buscar el sustento, para cuidar sus pertenencias, para comunicarse con los seres queridos, para curar sus enfermedades, para darse tiempo para el amor y el ocio, para educar a los hijos, en fin, para seguir viviendo aunque el contexto hubiera cambiado.
El zapatismo ofrece uno de los más ricos ejemplos para el estudio y la reconstrucción histórica de los movimientos sociales revolucionarios a través de sus propios testimonios escritos y orales. El gran problema –la mayoría de las veces insalvable para los historiadores y estudiosos del pasado– de tratar de rescatar la voz de las denominadas clases subalternas, que por lo general no dejan testimonios directos de sus pensamientos, aspiraciones, proyectos, y de los cuales sólo se conocen ecos y reminiscencias indirectas, a través de sus portavoces, intérpretes y representantes de otras clases sociales, está parcialmente superado para el estudio del zapatismo. Existen archivos de jefes zapatistas que se han conservado, que contienen miles de comunicaciones escritas (cartas, telegramas, avisos, instrucciones, recados, consejos, proclamas) en los que abundan testimonios escritos personalmente o dictados por la gente común de las localidades, por campesinos, jornaleros, peones, comerciantes, autoridades, soldados, oficiales, curas, administradores de haciendas, profesores, mujeres, madres, padres, viudas, ancianos, en los cuales plasmaron sus preocupaciones inmediatas, sus necesidades, así como sus apreciaciones sobre la situación que estaban viviendo. Hubo una verdadera obsesión por la palabra escrita por parte de la gente común de las zonas zapatistas, la cual cumplía la función de dejar constancia inalterable de sus deseos y necesidades, de darle un carácter oficial y legal a ellos y, también, de mantener y reforzar los vínculos familiares, de amor y de amistad, en una situación atípica en la que la convivencia física directa se había alterado por la guerra, al separarse los hombres jóvenes de los hogares para enrolarse a las filas zapatistas o al ser obligados a ingresar al ejército federal o carrancista mediante la leva, y al tener que huir pueblos y familias enteras para protegerse de la destrucción del ejército invasor y buscar refugio temporal en los cerros o en los pueblos reconcentrados. En tales condiciones, la escritura se volvió un medio imprescindible para mantener el contacto, para sentir la presencia recíproca, para expresar sentimientos, aflicciones y esperanzas, y para organizar tareas comunes. En estos testimonios se encuentra una fuente muy valiosa para el estudio de la cotidianidad vivida dentro de la revolución campesina del sur.
Uno de los aspectos que se modifican, que se subvierten en el curso de las revoluciones es el de la vida cotidiana, entendida como el conjunto de manifestaciones a través de las cuales se expresa la individualidad de las personas de una sociedad históricamente determinada, que incluyen sus actitudes, sentimientos, ideas, aspiraciones, valores, moral, identidades, mediante las cuales organizan la producción y reproducción de su vida biológica, material y espiritual, su concepción de sí mismos y su ubicación y relaciones con los demás y con el entorno.
En el caso de la Revolución mexicana y del zapatismo se produjo un estado social atípico. Hubo un cuestionamiento a la opresión, a la injusticia, a los roles asignados a las clases e individuos sometidos y, con el triunfo revolucionario, se abrió una etapa de transición en la que disminuyó la eficacia de los controles tradicionales y del monopolio de la violencia a través de los cuales se ejerce normalmente la dominación. Al mismo tiempo, ocurrió una liberación de iniciativas y de energías sociales contenidas hasta entonces para construir nuevos vínculos, nuevas identidades, una nueva comunidad. La Revolución significó la negación de una identidad perdida, deteriorada y percibida como anómala, en la que prevalecían valores negativos como la injusticia, la desigualdad, la prepotencia, el egoísmo, la maldad, y significó –independientemente de sus resultados–, el intento por superarla, por sustituirla por otra identidad con valores positivos universales: justicia, honestidad, solidaridad, altruismo, en un esfuerzo por reconstruir una comunidad donde confluyeron esperanzas y proyectos, y aparecieron nuevos héroes. Las clases marginadas, los de abajo, se volvieron –al menos temporalmente– protagonistas de su propia historia.
Este proceso, sin embargo, creó muchos conflictos y una tensión permanente, porque se desarrolló también, paralelamente, una tendencia disruptiva, originada por la súbita eliminación de las normas y de los instrumentos de control y coacción imperantes hasta entonces, que no fueron sustituidos inmediatamente por otros nuevos y que permitieron la aparición de bandolerismo y delincuencia contra la población civil con una gran intensidad e, incluso, dentro de los propios grupos revolucionarios. La construcción de nuevas normas y códigos y su eficacia fue muy conflictiva. Los jefes rebeldes y las nuevas autoridades locales se esforzaron por controlar y normar la conducta de sus fuerzas y de la población civil y pusieron en práctica nociones y códigos de justicia tradicional y consuetudinaria directa. No obstante, en muchas ocasiones los comportamientos que atentaban contra la nueva comunidad y que afectaban a la población civil se salieron del control de los jefes revolucionarios e instancias creadas para la administración de la justicia, y se resolvieron mediante la fuerza de los propios contendientes, por lo que hubo casos de venganzas y justicia por su propia mano.
Además, las condiciones impuestas por una situación de guerra provocaron una aguda escasez de alimentos y medios de subsistencia que dificultaron enormemente la supervivencia. Esa escasez y la necesidad imperiosa de sobrevivir estuvieron en el origen de muchos comportamientos que proliferaron en la Revolución, en una situación extrema que redefinió las conductas y los roles de los distintos sectores populares y de los ejércitos revolucionarios. Y, también, ante la presencia constante de la muerte y del dolor, la lucha por defender la vida se convirtió en un desafío diario para las familias, que articularon alrededor de esta necesidad sus formas y vínculos de socialidad e identidad.
Las haciendas azucareras fueron la institución económica dominante en la zona donde surgió el zapatismo y también uno de los principales instrumentos de control y poder sobre la población común. En ellas vivía una parte importante de las familias campesinas como trabajadores residentes permanentes. Además, eran el principal medio de sustento para los trabajadores estacionales que se empleaban en la zafra y en la molienda de la caña. Pero además de esta función económica, las haciendas proporcionaban también otros elementos y servicios indispensables para la población que dependía de ellas: educación, atención médica, servicios religiosos, cooperación para las fiestas religiosas y ayuda en casos de necesidad como enfermedades, muerte, o bien bautizos y bodas. Eran también espacios para la convivencia y el descanso. La desaparición del Estado colonial significó la eliminación de los mecanismos de protección y ayuda patriarcal de la que gozaban los grupos de la sociedad corporativa novohispana, que no fueron remplazados por el Estado liberal; esto dejó en la indefensión a la mayoría de los grupos rurales y urbanos marginales del país. Algunas haciendas cumplieron parcialmente ese papel paternalista y protector, y establecieron con sus trabajadores una relación de mutua conveniencia, a través de la cual, mediante un contrato implícito y de valores entendidos, los grupos subordinados aceptaban y reconocían la dominación y legitimidad de la hacienda y trabajaban para ella, a cambio no solamente de remuneraciones monetarias o en especie, sino también de un código de conducta y de valores en los que se expresaba la protección y el interés de los hacendados en sus trabajadores.
Gracias a ese código no escrito, las haciendas gozaron de una legitimidad que fue determinante durante la Revolución, pues de ella dependió que sufrieran los primeros ataques por los pueblos colindantes o por sus propios trabajadores, o bien que fueran respetadas y protegidas por los pueblos y por los grupos revolucionarios hasta muy avanzado el conflicto (...)