Domingo 22 de abril de 2018, p. a16
Un profundo diálogo sobre cómo la vida y la música se entrelazan de maneras maravillosas e imprevisibles articula el libro En busca de aquel sonido: mi música, mi vida, de Ennio Morricone, escrito en coautoría con el joven compositor Alessandro de Rosa, con quien mantuvo intensas y fructíferas conversaciones durante años. La traducción es de César Palma. Con autorización de Ediciones Malpaso ofrecemos a los lectores de La Jornada un adelanto de esta obra
¿Cuándo comenzaste a trabajar como músico? ¿Empezaste como compositor?
No. Empecé como trompetista, primero acompañando y, a veces, remplazando a mi padre durante la Segunda Guerra Mundial y, después, en los night clubs romanos y en los estudios de grabación. Cuando comencé a estudiar composición, de hecho, en algunas ocasiones, ya recibía alguna remuneración por tocar. Poco a poco me fui haciendo conocido también como arreglista: salvo en el conservatorio, nadie sabía nada del compositor Ennio Morricone.
El primero que me ofreció un trabajo, a principios de los años cincuenta, fue Carlo Savina, un excelente compositor y director de orquesta. Buscaba un colaborador que lo ayudase en el bosquejo de los numerosos arreglos para la producción radiofónica de la que se ocupaba. Savina estaba contratado por la RAI para un programa de canciones que emitían dos días a la semana desde los estudios de la via Asiago. Por aquel entonces todavía no existía la televisión.
Mi labor consistía en escribir algunos arreglos para la orquesta que acompañaba a los cuatro cantantes que actuaban en directo en cada programa.
El grupo se componía de una sección bastante nutrida de cuerdas, más algunos instrumentos añadidos, como un arpa, y una sección rítmica, que comprendía un piano, el órgano Hammond, una guitarra, un batería y creo que también un saxo. Era la llamada orquesta B, la de música ligera. Así tuve la ocasión de llevar a la práctica todo cuanto había estudiado de orquestación. Porque entonces iba al conservatorio...
Lo curioso es que Savina y yo no nos conocíamos personalmente, él supo de mí por el contrabajista con quien trabajaba por aquel entonces: el maestro Giovanni Tommasini. En efecto, Tommasini era amigo de mi padre y por eso sabía que yo estudiaba composición, así que pensó, por una simple asociación de ideas, que se trataba de una buena idea: estudiando como estudiaba composición, yo debía de valer para cumplir con esa tarea.
¡Me parece increíble! ¿Qué recuerdos tienes de aquella experiencia y de Savina?
¡Sí, fue increíble que me contrataran así!
Era muy joven, pero de repente sentí una enorme gratitud hacia aquel profesional que me brindaba la primera oportunidad.
Savina era muy musical, tenía una escritura limpia en línea con los arreglos que se hacían aquellos años. Siempre había trabajado con la orquesta de cuerdas de la RAI de Turín, pero poco antes de que nos conociéramos se había trasladado a Roma. Aún vivía en un hotel de la via del Corso, donde residió muchísimo tiempo, creo que se llamaba Hotel Eliseo. Recuerdo que la primera vez que nos vimos fue precisamente allí. Cuando fui a visitarlo, me abrió la puerta su esposa, una mujer guapísima. Poco después, apareció él y nos presentamos: entonces pudimos hablar y conocernos mejor. Nuestra colaboración comenzó así.
Con él me ocurrieron también una serie de incidentes
... pero sólo lo cuento como anécdota, pues siento gran aprecio por él, él fue quien me llamó cuando aún no era nadie.
¿Puedes contar alguna?
Escribía los arreglos corriendo muchos riesgos: en otras palabras, experimentaba mucho, utilizando toda la orquesta, como creía que se debía hacer, en lugar de encadenar notas redondas. Así que yo procuraba estar siempre en los ensayos, porque aprendía mucho comparando lo que había escrito con el resultado sonoro, pero, algunas veces, absorbido por los estudios, no podía ir.
Y cuando estaba yo precisamente estudiando, Savina me llamaba a casa: Ven, ven. ¡Ven enseguida!
Yo iba todo lo rápido que podía, cogía el tranvía 28 hasta la plaza Bainsizza, pues por aquel entonces todavía no tenía coche, luego iba a pie hasta la via Asiago y, ya ante la orquesta entera, Savina me regañaba delante de todos: ¡No se entiende nada! ¿Qué has escrito aquí? ¿Qué has hecho?
A lo mejor se trataba de un cambio repentino de alteraciones en la clave: recuerdo un Fa sostenido contenido en una secuencia especialmente audaz a nivel armónico que le creaba problemas. Me mandaba llamar porque se sentía inseguro, pero, mientras tanto, chillaba.
Más tarde, una vez acabadas las pruebas, me ofrecía llevarme en coche y yo aceptaba porque mi casa le pillaba de camino. En el coche, a solas los dos, me elogiaba por la misma solución contenida en el arreglo por la que unas horas antes me había regañado.
(Sonrío.)
(De pronto, serio.) Te doy mi palabra.
¡Te creo, de verdad! Se trataba de una cuestión de principios...
Tanto técnica como conceptualmente, mis arreglos eran más exigentes. Con frecuencia, la orquesta ejecutaba cosas que nunca había tocado. Especulaba mucho, arriesgando soluciones bastante alejadas del formato al que los demás se ceñían sin problemas. El hecho es que, poco tiempo después, los arreglos nos los repartíamos entre Savina y yo: así me cargué a sus otros ayudantes arreglistas.
Al recordarlo, parece increíble, pero así empecé a ser arreglista. Se necesitaba un ayudante, un contrabajista dio mi nombre porque sabía que yo estudiaba composición, y Savina, a pesar de no conocerme personalmente, me mandó llamar. Imagínate. Estas son las pequeñas casualidades...
Otros tiempos.
Al echar la vista atrás, creo que fue gracias a esta búsqueda, personal y silenciosa, por lo que encajé cada vez más en el mundo laboral. Otros directores de orquesta y arreglistas de la RAI, pero no sólo de la RAI, también empezaron a llamarme con mayor frecuencia. Yo respondía bien a sus encargos.
A la colaboración con Savina se sumó la colaboración con Guido Cergoli, Angelo Brigada, Cinico Angelini y con todos aquellos que por entonces trabajaban en Roma, entre ellos, Barzizza y su gran Orquesta Moderna, la mayor, compuesta por cincuenta miembros. Con él colaboré, entre 1952 y 1954, en Rosso e nero, un ciclo radiofónico dirigido por Corrado.
Y precisamente Pippo Barzizza te definió ya por aquel entonces como el mejor, destinado a una gran carrera
. Pero ¿cuál era el proceso de creación de una canción? ¿Cómo estaban formadas todas esas orquestas? ¿Y para quiénes trabajabas en concreto?
En realidad, había diferencias bastante grandes entre los distintos directores y las orquestas que gravitaban alrededor de la RAI.
Las orquestas de Brigada y de Angelini, la de este último, ligeramente más pequeña, eran las llamadas brass band, compuestas por saxos, trompetas, trombones y sección rítmica, formaciones más próximas a los géneros swing y jazz. La de Barzizza contaba, además, con cuerdas y vientos, de manera que ofrecía así mayores posibilidades sinfónicas al arreglo. La orquesta de Savina, por último, era más pequeña, pero gracias a su variada composición, fruto de algunos instrumentos añadidos, se encontraba un poco a caballo entre unas y otras. Después se sumó también la orquesta de Bruno Canfora.
La canción, escrita por el compositor y por el letrista, solía presentarse a la dirección artística de la radio o a la producción en cuestión. Y, en función del género de la composición, asignaba el arreglo a una de las orquestas de las que se disponía. Luego era el director el que me llamaba para uno o más arreglos. Yo era, de hecho, un ayudante externo
y la que me pagaba era la empresa, siempre en función del número de encargos que había resuelto.
Ser dueño de lenguajes musicales variados, tocar y, en mi caso, saber escribir, en estilos distintos, significaba tener más posibilidades de que te llamaran y de poder trabajar. En efecto, la musical era y siempre ha sido una profesión libre: eso quería decir ganar dinero, pues sí, pero se ganaba y se gana sin tener ninguna certeza de continuidad. También por ese motivo, unos años más tarde, decidí firmar un contrato con la RCA, la encarnación italiana de la naciente industria discográfica (...)