omo si nada fuese a pasar o haya pasado, la sociedad políticamente activa se vuelve también festiva bajo el influjo del carnaval político de las elecciones. Como si se tratara del tiro al blanco de las ferias o de subir a la rueda de la fortuna, los festejantes apuestan a las encuestas y escudriñan los momios sobre el debate de este domingo.
Todo es juego pues, aunque debajo de los jugadores y sus respectivos juglares haya otras danzas y danzantes: rencor y desazón, decepción y despecho. Pocas veces hemos asistido a una escisión tan onda en nuestra convivencia como comunidad que la vivimos en estos días y años y que la justa electoral en vez de coadyuvar a cerrar puede volver más profunda y amplia.
El poder taumatúrgico que solíamos otorgarle a las elecciones ha hecho mutis y lo que hoy se puede pedir es que no sea para siempre y vuelva pronto. Pero aquel olmo que nos mantuvo unidos y esperanzados en un progreso y una prosperidad sostenidos no da más peras y más bien parece haberse secado.
Preguntar por lo que vaya o deba pasar implica preguntarnos primero por lo que pasó y rechazar las respuestas facilonas e intencionadas que nos recuerdan las leyendas de la pirámide o del tlatoani. Lo que nos ha ocurrido en estos años recientes de la evolución democrática es producto humano y no de un supuesto mandato de las profundidades del ser mexicano.
La pregunta, entonces, tiene que ver con lo que hicimos con la modernidad tan difícilmente lograda y así con las formas que en la realidad adoptamos para lidiar con los nuevos panoramas de pluralidad y diversidad que la democracia prometía encauzar y potenciar. Para llevarnos, se dijo, a una república ya no restaurada sino reformada desde y en el propio Estado.
Esta idea de reforma republicana y del Estado fue formulada y proclamada de varias maneras a todo lo largo del fin del siglo pasado, cuando el cambio se volvió reclamo democrático. El gobierno que emanara de la transición iniciada lustros antes, el del presidente Vicente Fox, la convirtió en consigna y comisión de ilustres y notables. Su cabeza era Porfirio Muñoz Ledo, emblemático político de dicha transición y portador de una poderosa batería de ideas y convicciones que iban de la cultura a la política, el mundo del trabajo y la justicia, la economía y el lugar de México en el mundo.
Mucho de lo pensado seguramente sigue depositado en la memoria prodigiosa de Porfirio, pero lo cierto es que aquel presidente se probó pronto, como lo describiera alguna vez el gran pintor Chávez Morado: una nada rodeada de palabras
. Aquellas reformas y formulaciones pasaron al archivo muerto del léxico transicional y los transinautas optaron por otras vías y rutas para continuar su saga.
El Estado, de por sí horadado en algunos de sus núcleos primordiales por su reforma económica devenida ilusión neoliberal, se fue contrayendo no sólo en cuanto a sus capacidades de rectoría económica o intervención directa en los mercados o los espacios de la producción y el comercio, sino en lo que se ha probado fundamental: en su disposición a pensar estratégicamente y a arriesgar hipótesis de trabajo en sus principales campos de acción y compromiso: el sistema político, las relaciones sociales, la diversificación productiva, la protección social.
En vez de esto, se veneró la inercia y se cayó en el culto de la magia del mercado cuyo principal vendedor de la época, el presidente Ronald Reagan, nunca en realidad siguió. Nos volvimos imitadores y enterramos la poca audacia que quedaba.
Vencer esta dictadura del reflejo y la adopción extralógica
que, diría Alfonso Reyes, es tarea prioritaria y urgente. Tanto en la economía como los espacios de la gobernanza que abarcan la seguridad, el respeto y desde luego la fragua de una legitimidad extraviada en lo más profundo de nuestro tráfago en pos de una modernidad nunca bien aprehendida, mucho menos comprendida a partir de nuestras propias coordenadas e historia. Poco se podrá hacer para cambiar el régimen en harapos bajo el cual vivimos, si no se asume que eso tiene que ver con la manera cómo hacemos las cosas, entendemos la relación con los otros, hacemos nuestro el principio de interdependencia y lo volvemos solidaridad activa, valor moderno y unificador de los consensos que urge empezar a erigir.
Toda una tarea de ingeniería humana e imaginación constitucional e institucional en el centro. Pasó el momento de los ajustes o la gradualidad parsimoniosa. Lo que el país reclama es un gradualismo progresivo y acelerado, como gusta decir Mario Luis Fuentes, basado lo más posible en la deliberación educada y respetuosa, que contempla y hasta enaltece la posibilidad de que el interlocutor tenga no sólo la razón sino algo que añadir para enriquecer el propio argumento.
De esto y más debería ocuparse nuestro debate. Sin ilusiones, votaría porque perspectivas como las aquí avanzadas alimentaran los encuentros de los que hasta ahora, más que aprestarse a una nueva disputa por la nación se desvelan y desgañitan en una querella descarnada y majadera por el poder. Un poder que anda desnudo.
Como en este diario no se permiten epígrafes, termino citando a Sergio Ramírez en su artículo de este sábado en El País, para unirme a la satisfacción gozosa que su premio Cervantes nos ha regalado. Como parte del rito de la premiación, Sergio decidió legar al Instituto Cervantes dos cartas originales que estaban en su poder. Una de Rubén Darío y otra de César Augusto Sandino. Al respecto, nos dice:
“Quienes firman estas cartas representan la esencia de mi país a través de la palabra y la dignidad. Son ellos quienes nos dieron nuestro sentido de nación…Somos hijos entonces de la dignidad y la palabra” ( El País, 21/04/18, p.18)
Más vergüenza si se puede, para la pareja Ortega que desgobierna y ahora reprime la patria del verbo y el valor.