La ilusión de la bravura llegó a Sevilla y la monotonía predecible sustituyó al azar
iempre que el triunfalismo de los taurinos oportunistas, críticos convenencieros, villamelones complacientes y villamilenials aturdidos se encarama al carro del optimismo de emergencia, cuando se torea mejor que nunca
pero con menos personalidad y casi nula tauridad, recurro a esta anécdota inolvidable, aleccionadora y aplastante.
Insistí en llevar a un amigo y a su hija de 10 u 11 años a una corrida de toros. Todavía no estaba de moda el animalismo ni se equiparaba la protección animal con los derechos humanos y Washington aún no decretaba a sus súbditos lo que debía ser política, económica y culturalmente correcto. Fue un festejo como la mayoría desde hace años: de trámite, es decir, con escasa emoción y abundantes orejas. Al salir le pregunté a la niña: ¿Te gustó la corrida? No, contestó segura. ¿Por qué?, inquirí. Porque nada más le sale sangre al toro, respondió convencida.
La pequeña no habló de crueldad ni de conmiseración por las reses y mucho menos de arte. Desde su fresca percepción se fijó en la inequidad y en la falta de equilibrio entre toro y torero. No le impresionaron las suertes ni las orejas concedidas, sino la ausencia de igualdad entre inteligencia y violencia, entre entendimiento y temperamento, de manera que si sólo al toro le salía sangre, la ventaja, la comodidad o la superioridad del torero era evidente.
¿Pero de qué superioridad hablamos? ¿Racional, técnica, emocional, expresiva? Si tauromaquia es el arte de lidiar toros, ¿cómo debe ser un toro para que enfrentarlo sea arte y no repetición mecánica de tres o cuatro suertes? Y la bravura, ¿qué es? ¿Presencia sin esencia? ¿Ir al caballo o pelear y crecerse al castigo? ¿Repetitividad y duración en la faena? ¿Bondad o codicia al meter la cabeza? ¿Rogar o aguantar y templar las embestidas? ¿Capacidad de herir o incluso de matar al torero que no someta esa bravura?
Estas y otras preguntas me hice mientras veía en transmisión directa la faena de El Juli, el lunes 16, en la Plaza de la Maestranza durante la actual feria de abril en Sevilla, al toro Orgullito, con 528 kilos, de la ganadería salmantina de Garcigrande, otro hierro con juampedros y, por ende, favorita de los ases. Ven, que la figura es comodona y todavía le indultan
, comentó alguien, parafraseando el dicho Ves que la changa es volada y todavía la columpias
. Y sí, en la cima del toreo posmoderno hace casi dos décadas, Julián López es uno de los principales responsables de los derroteros tomados por el negocio taurino. No que inventara las ventajas, sino que las lleva a su máximo nivel en todo el orbe y en México más: él y otros cuatro o cinco diestros convertidos en toreros-marca, con considerable regularidad en sus actuaciones ante toros excesivamente boyantes, propicios para un lucimiento predecible y monótono, nunca para el encuentro sacrificial entre dos individuos con nombre y apellido, que honra deidades, estremece miles de almas o… cercena cabezas.
Frases como “Faena de perfección… Belleza inaudita… Toreo magistral… Esplendor de la fiesta… y otras confirman que: las apoteosis, “haigan sido como haigan sido”, le urgen a la fiesta, aunque sean con figuras; ante toros de la ilusión tandas de tres muletazos y el de pecho; la bravura no se prueba en varas, sino en repetición de derechazos y naturales; la tauromaquia consiste en torear bonito a toros obedientes, y Sevilla, con tamaña trayectoria taurina, también da la espalda a la bravura exigente, al pundonor y a lo imprevisible.