emidioses o seres del inframundo, animales mitológicos, ceibas, soles agonizantes, lunas sangrientas, paraísos prehispánicos, escarabajos, oleaje de laberintos y torres de Babel, dualidades que se complementan y se funden como el yin y el yang, en la pintura, los dibujos, las tintas o las palpitantes esculturas, búsqueda y hallazgo de Gastón González César.
Durante su estancia en París, entre las barricadas de Mayo del 68, en los túneles de los trenes urbanos de esta ciudad, Gastón dibujaba en los pedacitos de cartón de los boletos del metro. Minimalismo grandioso, a la vez soberbio y modesto del auténtico artista.
En la obra de González César, la búsqueda y el hallazgo son los de la poesía. Sabe descubrirla en cada lugar donde su mirada se detiene asombrada. El descubrimiento se vuelve revelación cuando sus manos lo plasman en el papel o la tela. O cuando le da forma al cincelar la piedra y el bronce.
He tenido la suerte de escuchar hablar a varios artistas durante sus momentos de creación. Oí a Juan Soriano bromear sobre familiares y amigos, interrumpiéndose de pronto para discurrir, con el mismo tono ligero, sobre la estética de Benedetto Croce. A José Luis Cuevas imitar voces y gestos de personas recompuestas por su imaginación y su humor. A Antonio Saura describir el baile flamenco de una bailarina como si la tuviera enfrente y ella danzase para él. A Alberto Gironella disertar sobre su propia obra y, a veces, sobre sus amores. A Roland Topor reír a carcajadas del absurdo que era para él cualquier realidad. A Carmen Parra buscar las palabras para hablar del vuelo de los pájaros, el viento y el mismo Espíritu Santo. A Armando Morales canturrear viejos boleros escuchados en el radio de la tlapalería de su padre mientras me hablaba de los lagos profundos de Nicaragua.
A Gastón González lo escuché preguntarse por los enigmas que encierran los versos, susurrados por él, de tal o cual poema. Su entusiasmo era contagioso. La poesía es para él parte fundamental de su carácter, y de su obra. De la familia de Matisse, la bondad asoma en cada uno de sus óleos, acuarelas, pasteles, collages y esculturas. Como Toledo, heredero de la tradición prehispánica, infiernos y cielos poblados de figuras mitológicas de seres donde se combinan lo animal y lo humano reptan y emprenden el vuelo en el fondo de una ceiba, en el laberinto de la selva, en los sueños de Ícaro y Huitzilopochtli o en los círculos sin salida del inframundo.
Nacido en 1940, Gastón González pertenece a la generación de pintores posterior a la ruptura con el muralismo. Figurativo en ocasiones, la abstracción le da el espacio necesario a la libertad de su fantasía, abundante y siempre novedosa. Algunas de sus esculturas son personajes históricos de México, bustos de amigos, pájaros, coyotes. Otras son representaciones de su fantasmagoría personal, concepciones ilusorias y tanto más reales, lo mismo del Ave Fénix, de la oración, del oleaje, un giro, un penacho o las ruinas de Mitla. Su pintura puede ser al mismo tiempo figurativa y abstracta. En sus telas, de soles devorando lunas, jaguares devorando soles, personajes salidos del inframundo, ríos, huracanes, interior de caracoles, el color es luminoso y rico. El colorido de sus óleos y pasteles, fuerte y pálido, opaco y transparente a la vez, es un clavado en un bosque de tonos, matices, caleidoscopios y prismas donde la luz es descompuesta al infinito.
Está por aparecer pronto un volumen franco-mexicano sobre su obra, el cual será sin duda celebrado por la crítica y los aficionados, quienes podrán admirar las reproducciones de pinturas y piezas escultóricas.
Creador de una obra prolífica, sus esculturas, de pequeña talla muchas de ellas, viajan a París, donde son buscadas y acariciadas por coleccionistas. Parecen animarse, entonces, y arremeter como el oleaje de una tempestad, consumirse y renacer de sus cenizas como el Ave Fénix, elevarse al cielo como una oración.