ué pueblos han sufrido más que los de la ex Unión Soviética? Sin evocar la penuria económica y social descrita en las novelas de Gogol, Dostoievski y Tolstoi, Rusia abrió el siglo XX con una derrota militar frente a Japón (1904-05). Y 10 años después, durante la Primera Guerra Mundial, la dinastía feudal de los Romanov fue pulverizada en el frente militar por el imperio alemán, y en el social por la revolución bolchevique (1917).
La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS, 1922) surgió de la lucha feroz contra liberales, monárquicos y conservadores apoyados por las potencias capitalistas de Occidente. Para luego afrontar la colectivización forzada, hambrunas espantosas como las de Ucrania (1932-33), y purgas políticas y deportaciones en masa que llevaron a la persecución y exterminio de connotados dirigentes, intelectuales y líderes de la revolución (1935-38).
Sufrimientos que Marx, posiblemente, intuyó en teoría. Pero que en la práctica alcanzaron cotas máximas de dolor, desangre y heroísmo. Sólo en la Segunda Guerra Mundial, la URSS perdió más víctimas civiles que las padecidas en todos los países aliados (1939-45). Pero si a estos horrores que a pocos conmueven hoy, añadimos el empantanamiento de la intervención militar en Afganistán (1978-89), y el hoyo negro que se tragó a la URSS en el decenio de 1990, no sería atrevido concluir que el anhelo de gloria
fue el denominador común entre la trágica historia zarista y la soviética.
Mijail Gorbachov, último dirigente del PCUS, soñó también con la gloria
(1985-1991): restructuración de la URSS (perestroika) y liberación del sistema político (glasnost). Iniciativas que, en todo caso, habían sido cuestionadas por el director del KGB Yuri Andropov (1982-84), con un diagnóstico crítico de la situación del país, “…heredado de los ‘malos hábitos’ [sic] de la etapa conducida por Leónidas Brezhnev (1964-82)”.
A pesar de un historial ominoso, el KGB se había mantenido relativamente al margen de la corrupción oficial. Sin embargo, sus advertencias llegaron tarde. A finales de diciembre de 1991, año en que Gorbachov renuncia a la presidencia de un país que ya no existía, la URSS había perdido 39 por ciento del territorio (5 millones de kilómetros cuadrados) y 50 por ciento de sus pobladores (150 millones de habitantes).
Catorce repúblicas se independizaron de la URSS: Lituania, Estonia y Letonia, en el Báltico; Kazajistán, Kirguistán, Uzbekistán, Tayikistán y Turkmenistán, en Asia; Georgia, Armenia y Azerbaiyán, en el Cáucaso, más las occidentales Ucrania, Moldavia y Bielorrusia. Con todo, la Federación Rusa seguía siendo el país más extenso del mundo: 17 millones 100 mil kilómetros cuadrados, 147 millones de habitantes, 150 grupos étnicos, 22 mil 400 kilómetros de fronteras terrestres, 37 mil 653 kilómetros de las marítimas.
Simultáneamente, la penuria extrema. Entre 1990 y 1992, la prioridad de Vladimir Putin como vicealcalde de la antigua Leningrado (hoy San Petersburgo) consistió en alimentar a la población. Cuatro y cinco millones de personas de los alrededores de la ciudad, carecían de víveres y productos de primera necesidad. Materias primas y acero ruso, a cambio de papas y carne de Occidente.
En el decenio 1990-2000, el PIB ruso se redujo a la mitad: 3 mil 500 dólares anuales. Diez veces inferior al de Estados Unidos, cinco veces más chico que el de China, y cinco veces menor que el promedio en el G-7, los siete países más poderosos de Occidente. Si en los grandes países capitalistas el mercado negro no excedía 15 ciento del PIB, en Rusia llegó a superar 40 por ciento. Así, Rusia arrancó el nuevo siglo construyendo más ataúdes que cunas: desilusión y pérdida de esperanza en el porvenir, y caída de la población que los demógrafos calificaron de verdadero suicidio colectivo
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¿Cómo cuadrar a un país sin liderazgo, desvertebrado y falto de autoridad? ¿Cómo proceder frente a las minorías étnicas con tendencias separatistas, el crimen organizado, gobernadores convertidos en grandes empresarios de imperios corporativos, ex comunistas devenidos oligarcas beneficiados de la caótica transición al capitalismo de mercado, y cuya principal característica había sido la adjudicación a dedo, disfrazada de privatización legal, de sucesivas parcelas de patrimonios del Estado, con nuevos ricos que pagaban generosamente los favores políticos? Contexto en el que, quizás, podrían entenderse las palabras de Vladimir Putin:
“¿Nueva revolución? Sólo los fanáticos o las fuerzas políticas a las que no les importa Rusia ni su pueblo pueden querer otra revolución… Sería un error no reconocer los logros incontestables del periodo socialista, pero sería un error más grande todavía no darnos cuenta del precio excesivo que nuestro país debió pagar por ese experimento social” (Rusia en el nuevo milenio, 31 de diciembre de 1999, sitio web de gobierno de la Federación Rusa, www.gov.ru).
Las leyes existían. Y Putin sería el llamado a aplicarlas con rigor.