Opinión
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Lo eficiente y lo metódico
L

a primera vez que viví Berlín se me vi­no abajo un prejuicio arraigado que tenía respecto de los alemanes: la idea de que son eficientes. En ese entonces, estaba afiliado a un instituto admirable, el Wissenshaftskolleg, que funcionaba a la perfección. Los departamentos amueblados que le ofrecían a sus invitados estaban dispuerstos al detalle justamente para la función que tenían: que estudiáramos y escribiéramos. El comedor ofrecía un régimen muy bien calculado: la comida era a la vez sana y sabrosa, y las porciones eran adecuadas para el mantenimiento de la salud. La biblioteca del instituto era modesta, es verdad, pero estaba organizada para que cada investigador tuviera acceso oportuno a los libros que fuera necesitando, e incluso los depositaban sobre de nuestros escritorios. En esas condiciones terminé de escribir mi libro El regreso del camarada Ricardo Flores Magón. En semejantes condiciones, ¿cómo no lo iba a terminar?

Sin embargo, fue justamente en ese ambiente de perfección casi mágica donde empecé por primera vez a cuestionar mis ideas respecto de la eficiencia alemana. Y es que la eficiencia es un concepto emparentado a lo que en matemáticas se llama elegancia: así, una persona eficiente busca llegar del punto A al punto B de la manera más veloz, y con el menor expendio de energía posible. En el Wissenschaftskolleg, en cambio, nos sometían obligatoriamente a un curso de socialización y adiestramiento de cómo vivir en ese lugar que duraba como tres semanas, eso además de la ceremoniosa entrega de un grueso manual de instrucciones, que, desde luego, esperaban que uno leyera (y que nunca leí). En Berlín, la basura se divide en cinco clases, todavía hoy no he conseguido entender los matices sutiles de ese sistema clasificatorio. Para todo hay pasos, para todo procedimientos. Comparada con Ciudad de México, Berlín es desesperantemente lenta.

Este año que de nuevo viví una temporada en Berlín, me volvió a asaltar la impresión de tanto procedimiento y de su relación complicada con la eficiencia. Más tiempo paso aquí y más me acuerdo de una amiga que, parada en medio de una habitación regada de una serie de montoncitos de ropa, me explicaba su teoría de las siete etapas de la ropa sucia. Pero el desglose perspicaz de cada una de esas sutiles etapas, no parecía llevar a que la ropa se lavara. Reconozco algo de esto en Alemania, donde los peatones esperan pacientemente la luz verde para cruzar la calle, aunque no haya un auto en kilómetros a la redonda. Aquí, cada operación está plena de pasos; es un país lleno de procedimientos. Es metódico mucho antes que eficiente.

Frecuentemente se ha relacionado este tema con el autoritarismo, claro, ya que el respeto a los procedimientos pareciera ir de la mano de la obediencia. De hecho, la idea de Hannah Arendt de la llamada banalidad del mal señala como problema la valoración de los procedimientos administrativos, y de la legalidad toda, por encima de cualquier otra consideración ética. Aún así, debo confesar que durante esta estancia berlinesa he encontrado algún alivio en este orden, sobre todo porque, actualmente, la obsesión procidemental prusiana está al servicio de una sociedad decente.

Viniendo de México, el alivio que se vive hace recordar la tranquilidad que puede sentir un niño, que proviene de alguna casa desordenada, cuando vive y siente la paz de un colegio Montessori, donde se ve de pronto rodeado de silencio y de juguetes de madera, y descubre con alivio que cada día volverá a poner sus cositas en el mismo casillero. Hay una calma, una tranquilidad, muy gozable en este orden de banquetas anchas y calles seguras.

Hay, además, otra cosa interesante: la regimentación metódica ha hecho de Alemania un país de especialistas, cosa que también genera cierto gozo. En Alemania, dos de nuestros héroes nacional, El Pípila y El Milusos, quedan expuestos en todo lo que tienen de aberrantes. Así, en lugar del milusismo, operan reglas gremiales: los maestros zapateros que son unos verdaderos Geppettos, que saben componer, remendar, coser o pegar cualquier zapato, y siempre con los materiales e instrumentos adecuados para el caso. ¡Nada de aquella glorificación sentimental de que en México se compone cualquier cosa con un chicle y un alambrito! Para cada cosa, sus procedimientos. Por eso, los electricistas y plomeros son personajes certificados y de bata blanca, que cobran tarifas reguladas, caras, sin duda, pero también predecibles en sus resultados. Todos son profesionales. Hay además jerarquías gremiales bien establecidas y procedimientos de ascenso que deben ser respetados. En Berlín no se puede abrir una peluquería sin que exista primero un maestro peluquero, debidamente certificado, y el precio del corte depende de si lo hace el maestro, su primer aprendiz o su segundo aprendiz.

Nuestra tradición libertaria y anárquica tiene también un componente paupérrimo en lo que se refiere a nuestro sistema de regulaciones (estatales y privadas), y esto hace que vivamos en un ambiente algo más histérico, porque existe en una relación agonista entre el milusismo colectivo y una burocracia –estatal o privada– que quiere ser metódica, como la alemana, pero que sólo rara vez alcanza los niveles mínimos de lógica necesarios para imponer aquel pasito a pasito que tanto calma a los niños del Montessori.