Yanga
a historia oficial se ha empeñado siempre en negar o, por lo menos, reducir al mínimo una serie de hechos y personajes libertarios que aunque estén a cientos de años de distancia, constituyen un mal
ejemplo para los pueblos de hoy. Esto parece ser el caso de Yanga, esclavo negro traído a México en la segunda mitad del siglo XVI y quien encabezó una rebelión tan exitosa que, aun él ya muerto, culminó con la creación del Primer Pueblo Libre de América, San Lorenzo de los Negros, en territorios del actual Veracruz.
De este personaje se ocupa, de manera muy superficial por cierto, Jaime Chabaud, reconocido dramaturgo, en una obra estrenada apenas la semana pasada en la sala Xavier Villaurrutia del Centro Cultural del Bosque. Es cierto que de Yanga son muy pocos e imprecisos los datos biográficos que pueden encontrarse, pero también que su nombre trascendió tanto, que nos llega hasta hoy y, el original San Lorenzo de los negros cambió su nombre, y a partir de 1930 se llama Yanga, en su honor, su lucha, los logros que significó y significa en las luchas populares.
Lo importante, pues, de Yanga, no es un anecdotario necesariamente ficticio, pues no hay documentos ni testimonios fieles que avalen su supuesta vida cotidiana; su incomparable amor por Santiaga, negra y esclava también; cuántos hijos tuvieron, y 100 detalles más de este tipo en los que el dramaturgo se recrea y construye toda una historia que, hay que admitirlo, está bien escrita y proporciona una serie de datos, estos sí históricos y comprobables, sobre las condiciones de vida de los esclavos negros que en buen número sustituyeron a los indígenas pero, la verdad, no hay en toda la obra esa garra, motivación e inquebrantable decisión de libertad que, imprescindiblemente, debió tener un personaje que apostando la vida y la de los suyos –lo único que poseía– se rebela contra sus amos, huye a la selva y organiza un levantamiento armado que, así sea por un solo momento, pone en jaque a las autoridades y a la postre las obliga a negociar, consiguiendo una pequeña libertad y autonomía territorial para su gente, logros que en aquellas condiciones y esos tiempos se antojan formidables aunque, claro, fueron obtenidos a enormes y dolorosos costos, como el ahorcamiento público, en 1612, de 35 negros: siete mujeres y 28 hombres.
En contraposición a la laxitud del texto, la puesta en escena, de Alicia Martínez Álvarez, logra la fuerza narrativa de los hechos; con ayuda de la muy sencilla pero eficaz escenografía y utilería de Patrick Pasquier y el resto del equipo técnico que crean la adecuada ambientación y atmósferas. Bien igualmente, el trabajo de los actores en general, aunque con notorios desniveles entre unos y otros, dentro de quienes no puedo dejar de mencionar a Diego Garza, el enfermo Don Pedro González de Herrera.