ntes de aclarar una mañana de julio 1974, en la base Andrews de la fuerza aérea estadunidense –cerca de Washington–, un avión se aprestaba a despegar hacia Arabia Saudita. A bordo la atmósfera era tensa. El pasajero principal era el nuevo secretario del Tesoro de Nixon, William Simon, y su misión tenía dimensiones históricas: llegar a un acuerdo con la casa real de los saudíes para que las ventas de petróleo se cotizaran y pagaran exclusivamente en dólares estadunidenses. A cambio, Washington daría garantías de protección a Riad contra cualquier amenaza externa.
El acuerdo también buscaba impedir que Arabia Saudita volviera a usar el petróleo como arma económica contra Estados Unidos. El embargo petrolero después de la guerra del Yom Kippur, en 1973, estaba fresco en la memoria en Washington. Pero la finalidad principal era garantizar la demanda artificial de dólares para volver a cimentar el papel hegemónico del dólar estadunidense después de que Washington había terminado con el acuerdo de Bretton Woods. En lugar de ligar el dólar con el oro, el nuevo esquema lo vincularía con el crudo: cualquier país o empresa que necesitara comprarlo tendría que obtener dólares para llevar a cabo esa transacción. La era de los petrodólares proporcionaría la arquitectura del nuevo sistema monetario y financiero internacional.
Desde entonces el mundo ha seguido utilizando el dólar como medio de pago preferencial en las transacciones comerciales y como reserva internacional. Los beneficios para la economía estadunidense son múltiples y bien conocidos. Quizás el ejemplo más reciente es que ese país ha podido exportar al resto del mundo buena parte de los costos del ajuste macroeconómico emprendido para enfrentar la crisis financiera de 2008.
En años recientes el uso de otras divisas como medio de pago y reservas se ha incrementado, pero en el horizonte económico internacional no existe hoy día un contendiente que amenace el papel hegemónico del dólar de Estados Unidos. El euro fue duramente castigado por la crisis financiera, y hasta la unión monetaria estuvo en peligro mortal. En el caso del renminbi hay que observar que mientras no adquiera plena convertibilidad no representará un desafío para la hegemonía del dólar.
Mucho se ha escrito sobre los acuerdos con Arabia Saudita como instrumento para consolidar la hegemonía del dólar. Y no cabe duda de que durante años ese arreglo pudo mantener efectivamente una posición privilegiada para el dólar. Aunque muchos otros mercados de productos básicos y commodities estaban igualmente cotizados en dólares, el vínculo del dólar con el petróleo fue la piedra de toque de la arquitectura monetaria internacional. Para Washington el binomio petróleo-dólar sigue siendo vital: si un país exportador de crudo quiere salir de la esfera del dólar, lo único que tiene que hacer es ver el ejemplo de Irak.
En años recientes es posible que haya disminuido la importancia del petróleo como puntal del sistema monetario internacional. Para comenzar, se han diversificado las fuentes de aprovisionamiento de crudo. Incluso Estados Unidos ha regresado a ser uno de los principales productores de crudo en el mundo, gracias a las nuevas tecnologías de perforación (que hicieron posible el fracking hidráulico). Y con la actual estructura y dinámica de precios del petróleo, es concebible que gigantescos yacimientos de crudo pesado, como los de la cuenca del Orinoco, puedan entrar en operación. Por cierto, no parece que las consideraciones sobre la necesidad de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero vayan a frenar la explotación de estos y otros campos. Pero queda por ver si las cotizaciones de petróleo y gas natural seguirán siendo dominadas por la divisa estadunidense.
Es posible que en la actualidad la dominación del dólar de Estados Unidos se mantenga más por el hecho de que la economía mundial se encuentra atrapada en un complejo entramado de relaciones financieras y económicas que hacen muy difícil transitar hacia otro sistema monetario internacional. Es claro que los países que detentan reservas en dólares o títulos denominados en dicha moneda tienen todo el interés del mundo en mantener el statu quo de la actual arquitectura monetaria global. Lo mismo se aplica a los grupos corporativos que tienen en su tesorería ese tipo de instrumentos.
La transición a una hegemonía monetaria distinta podría hacerse de manera gradual; por ejemplo, en la medida en que se vaya erosionando el predominio estadunidense en el plano económico y financiero. Pero la historia nos enseña que las transiciones de una moneda hegemónica a otra no se llevan a cabo sin sacudidas tectónicas. La vez más reciente que la economía mundial transitó de una moneda hegemónica a otra (de la libra esterlina al dólar) fueron necesarias dos guerras mundiales y una Gran Depresión. Parece que sólo así, con terremotos geoestratégicos de primera magnitud, es concebible la destrucción del entramado institucional, económico y financiero que soporta un régimen de hegemonía monetaria.
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