De autosuficiencia o soberanía alimentaria II
ebido a las observaciones de apreciados lectores sobre la entrega anterior, donde la falta de espacio no me permitió explicarme suficientemente, retomo el tema: autosuficiencia contra soberanía alimentarias. La historia humana, desde nuestros orígenes, demuestra que la autosuficiencia no pudo ser la regla en la medida que la naturaleza es dispar y, mientras es pródiga en unas cosas, otras escasean, de tal modo que, si las comunidades humanas buscaban obtener todos los satisfactores mínimos a costa de desplazamientos y esfuerzo, muy pronto éstos fueron remplazados por la especialización de la producción según fueran los insumos del entorno, de modo que los grupos comenzaron a trocar sus excedentes respectivos para complementar sus dietas. Es emblemático de esto el ejemplo de la sal, cuyos minerales indispensables para el cuerpo humano, fueron casi la primera moneda de cambio de la humanidad. Esta incipiente división del trabajo entre distintas comunidades aportaba a cada una satisfactores que no podía obtener en su propio entorno, desarrollando un mercado justo, es decir, donde el intercambio se medía por la cantidad de trabajo empleado en obtener los productos respectivos.
La distorsión perversa del mercado sobreviene cuando la medida del valor de un producto ya no se basa en el tiempo de trabajo empleado para producirlo, ni siquiera en su valor de uso, sino en la especulación (espejismo) por medio de la cual se escasea artificialmente algo para que su valor, convertido en precio, suba o baje según la oferta y la demanda: a mayor demanda suben los precios, a mayor oferta bajan. Y, si bien la oferta puede depender de condiciones naturales como sequías, inundaciones, etcétera y la demanda ser proporcional, estos mecanismos, bajo el neoliberalismo, dependen sobre todo de voluntades políticas monopólicas e intereses financieros. El caso del maíz, cuya producción internacional no es con fines alimentarios sino industriales, lo ha vuelto paradigmático de la perversión neoliberal, que nos castiga a nosotros los mexicanos y a nuestros hermanos de Guatemala y El Salvador, pues, para nosotros, el maíz es nuestra vida: alimentación, identidad y cultura. Y, más aún, es también los productos que le están asociados en los policutivos milenarios. ¿O quién viviría a base de puro maíz, sin frijoles, quelites y chiles y tomates de todo tipo, calabazas, y las proteínas de la pequeña fauna que crece en las milpas, entre otros productos que las rodean, como son los cactus y nopales o frutales y tubérculos? No lo vimos a tiempo (o no lo vieron los neoliberales de los pasados 30 años) cuando se permitió que nuestro maíz (con sus complementos) se volviera mercancía indiferenciada, intercambiable por excedentes de aguacates u hortalizas de exportación, o partes automotrices que tanto defendemos en un caduco TLCAN.
No vimos entonces, ni ahora, que renunciábamos a nuestra soberanía alimentaria y no tomamos conciencia de la aberración que es vender maíz de calidad al extranjero para importar la mayor parte del que llega a las mesas de los mexicanos. En cambio, harían una revolución las clases medias si los consorcios trasnacionales retiraran la chatarra de marca de los exhibidores, cerraran las franquicias de pizzerías, hamburgueserías, sandwicherías, taquerías gringas y establecimientos de especialidades extranjeras, si desaparecieran la cocacola con toda la gama de sus productos, y dejaran de venderse quesos y vinos de Francia, aceites de olivo y vinos españoles, bacalao noruego y otras tantas delicatessen. Entonces sí dirían que no tenemos soberanía alimentaria. Pero no, en dicho caso sólo sería no tener autosuficiencia para satisfacer cierta demanda.
Porque la soberanía alimentaria consistiría en proteger la siembra de milpas, con nuestros granos criollos y las plantas naturalmente asociadas. Milpas de altura y de trópico, de laderas, suelo pedregoso o desértico y de tierras salinas, de temporal y de riego, doquiera que se den estos complejos alimentarios. En vez de entregar nuestro territorio cultivable a la explotación minera, nuestra agua limpia a las embotelladoras extranjeras o nacionales, los predios rurales y urbanos a centros comerciales, cuyas mercancías, ¡oh, paradoja, consisten en comestibles y bebidas de la agroquímica trasnacional! ¡Justamente la que nos ha robado nuestra soberanía alimentaria, menguado la biodiversidad en nuestro campo, corrompido la salud de nuestros niños y jóvenes, arrebatado el trabajo a nuestros campesinos y expulsado millones de mexicanos del país! Muera el TLCAN en los términos actuales. Hay que saber leer la oportunidad sin bola mágica.