l descontento político crece como un fenómeno global. Toma distintas formas, pero apunta a un escenario cada vez más inestable y peligroso. Se debilitan las formas conocidas de hacer política en unas sociedades que expresan de modo más abierto su irritación.
Las interpretaciones de los expertos se refieren a los signos más evidentes de este cambio. No por ello son irrelevantes, pero pueden no ser suficientes.
Que la globalización haya generado tensiones en distintas áreas del mundo es un argumento que finalmente se ha establecido en las discusiones.
Ese proceso, especialmente en su expresión financiera no sólo significó un rompimiento del andamio social al acrecentar la desigualdad económica, sino que desde un principio mostró que no podía abarcar todo el espacio del mercado capitalista.
Al mismo tiempo que operaban grandes fuerzas de atracción hacia los mercados mundiales y sus centros, se creaban otras igualmente potentes de desplazamiento al nivel de actividades económicas, territorios y, por supuesto, de la población (la deslocalización
). El cambio tecnológico ha sido un componente también relevante en este escenario.
En las pasadas dos décadas la globalización ha operado entre fuertes crisis con repercusiones extendidas; son notables: en 2001 las empresas tecnológicas (crisis de las dot com) y en 2008 la caída de Wall Street, cuyos efectos aun reverberan de manera estructural. No debe olvidarse un verdadero cúmulo de dificultades en diversos países durante ese mismo periodo.
La ampliación de la desigualdad es un aspecto cada vez más controvertido de la globalización. Se advierte a escala de las naciones, por el mismo efecto de la manera en que se genera riqueza y se acumula. Las ganancias derivadas de la actividad financiera se reproducen de modo más extenso que las obtenidas de otros usos del capital y, sobre todo, las del trabajo.
Pero la desigualdad crece también entre áreas del mundo. Puede señalarse como ejemplo la inmigración desde África a Europa, que responde en buena medida a la incapacidad de generar ingresos suficientes para la gente aunado a la violencia y hasta barbarie que ahí ocurre. En otras regiones ese conflicto se expresa de maneras distintas.
Políticamente se registran cambios bastante profundos como reacción a las tensiones económicas. Un caso notable es la elección de Donald Trump por una base de seguidores descontentos con la situación económica, con las minorías no blancas y los migrantes.
El presidente estadunidense juega esta carta todo el tiempo, como ocurre con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte o hace un par de días con el G-7 en Toronto. En Europa surgió el Brexit, la deriva populista y xenófoba de Hungría y Polonia, y ahora de Italia.
La interpretación de todo este asunto no puede, sin embargo, ceñirse sólo a la economía. Alemania, dos décadas después de la reunificación, es la potencia más grande de Europa, entre 2005 y 2016 el desempleo cayó de 13 a 6.1 por ciento, da cuenta de 8 por ciento de las exportaciones globales y tiene un ingreso por habitante de 45 mil 500 dólares al año, el tercero de esa área.
No obstante, el partido Alternativa para Alemania consiguió en septiembre pasado ser el primer partido de extrema derecha en entrar al Bundestag desde la Segunda Guerra Mundial y es parte ya de las más grande fuerza de oposición.
El nacionalismo extremo, el populismo y el racismo exigen una atención más grande que sólo el impacto de las crisis y recuperaciones económicas cíclicas. El partido nazi ganó las elecciones en 1932 en medio de una gran crisis; fuerzas de ese tipo llegan hoy en un entorno muy distinto. La historia y la sicología han de tener un lugar y de privilegio.