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Una historia de traición
E

l 24 de enero de 1980 fue un jueves. Ese día viajé por primera vez a la Nicaragua sandinista. La revolución que tumbó a Anastasio Somoza llevaba exactos seis meses y cinco días.

De la entonces Junta de Gobierno yo había tenido contacto con el único civil que la integraba, el escritor Sergio Ramírez, una amistad que permaneció intacta a lo largo de todos esos largos años.

Los otros cuatro venían de la guerrilla que había liquidado la dinastía que saqueaba y sofocaba aquel bello y ensangrentado país.

En los nueve años siguientes mis lazos con la revolución sandinista se fortalecieron más en cada visita, que fueron muchísimas. Eran mis años jóvenes, y nosotros, extranjeros que apoyábamos la revolución, tuvimos bastante contacto con varios de los integrantes del gobierno. Unos más expansivos, otros menos.

Daniel Ortega me parecía un hombre cerrado, de mirada desconfiada. Una vez, en 1986, me habló de su hermano Camilo, muerto en combate con las fuerzas del dictador Anastasio Somoza. También dijo que de los 15 a los 34 años jamás tuvo casa; vivió en la clandestinidad.

Al oírlo contar que había vivido clandestino más de la mitad de su vida hasta el triunfo de la revolución, por primera y única vez sentí algo de humano en aquella figura de piedra.

A mediados de 1991 me contaron de la piñata sandinista, un saqueo con ferocidad de buitres. La imagen de una piñata quedó grabada en mi memoria como un insulto a la revolución, a quienes murieron por ella, a quienes creyeron en ella. Dudé mucho en aceptar como verdad lo que verdad era.

Años después, supe más: que, en realidad, la piñata sandinista surgió cuando la revolución todavía existía y los nicaragüenses mantenían aquel fuego de esperanza, mientras su país era sofocado por Ronald Reagan desde afuera y por los traidores desde adentro.

Supe que el mítico Tomás Borge, último sobreviviente del quinteto que en 1961 fundó el Frente Sandinista, y en cuya casa me hospedé varias veces –a Tomás le gustaba ser amigo de escritores, y en la misma casa recibió a Eduardo Galeano, Jorge Enrique Adoum, Julio Cortázar y Mario Benedetti, entre otros– fue beneficiado por la citada piñata antes aún de la derrota electoral de 1990. Recordé las veces en que el comandante nos llevó a lo que decía ser mi asador, como digo yo cuando recibo amigos en Río y los llevo a mi restaurante. La diferencia es que aquel asador era efectivamente de Tomás, y de míos los restaurantes a que me gustaba ir en Río sólo tienen mi presencia...

Supe también que al incautar propiedades de somocistas y pasarlas al Estado, Daniel Ortega se reservó una sonante cantidad de inmuebles en Managua. Varias de las casas de protocolo en el barrio Las Colinas, antiguo reducto de ricos muy ricos, incautadas por la revolución y reservadas para hospedar a visitantes extranjeros, eran en realidad propiedades de Daniel. Y me puse a pensar que a lo mejor habíamos sido huéspedes de él y no del gobierno.

Aquella ha sido la última revolución de mi generación y, en su modelo, la última de la historia. En muchos momentos sentíamos que los nicaragüenses y su revolución sandinista llegarían a realizar sueños imposibles, a rozar el cielo con las manos.

Guardaré para siempre en lo mejor de mi memoria aquellos años de luminosidad absoluta, de la esperanzo imponiéndose a la vida. Pero la revolución fue traicionada de manera vil, imperdonable.

Derrotó a la dinastía de los Somoza para ser sucedida por otra, igualmente perversa, abusadora: la dinastía de Daniel Ortega y su señora esposa, Rosario Murillo.

Por esos días se murió el cardenal Miguel Obando y Bravo, quien fue arzobispo de Managua y un enemigo feroz de aquel proceso, en clarísima alianza con los somocistas derrocados y los que se oponían a los sandinistas.

A cierta altura de la guerra abierta entre los sandinistas y los contra respaldados por Washington, Obando llegó a ser nombrado integrante del gobierno en el exilio. Al amparo de su púlpito, fue más eficaz vocero de la contra-revolución.

Pasado el tiempo, el mismo monseñor Obando se transformó en aliado fidelísimo del mismo Daniel que se instaló en el gobierno aliado con la derecha más feroz y el empresariado más avaro, y que desde 2006 se elige y relige en elecciones claramente manipuladas.

El Daniel que ahora encabeza una nueva dinastía, la dinastía de una pareja, que mata y trucida muchachos como lo era su hermano Camilo cuando fue asesinado por la dinastía anterior, la de los Somoza.

Desde abril centenares de jóvenes nicaragüenses, todos o casi todos, nacidos después del final de aquella revolución traicionada, son muertos por un gobierno aislado y que carece de legitimidad.

Un traidor es y siempre será un traidor.

Pero hay traidores de peor calaña.

José Daniel Ortega Saavedra pertenece, con méritos, a esa especie.